viernes, 22 de septiembre de 2017

presentación

Una tribu de palabras*


Por aquellos tiempos no era preciso ponerse de acuerdo, ni falta que hacía, para llegar a la única conclusión posible: que aquel, o aquella, es forastero y no precisamente de un pueblo de los de cerca. Bastaba con oír aquella palabra que al trompo le decía peonza, o canicas a las bolas. Es de madrid, que era como entonces se nombraba y al tiempo se distinguía a los que no eran de aquí, ni tampoco de cerca, por más que sus padres -o ellos mismos incluso- hubieran emigrado digamos que a Valencia o Barcelona o mismamente a Alcázar de San Juan. Por más que muchos de los que así marcábamos distancias acabáramos por marchar a la capital del reino con nuestras palabras a cuestas, Madrid era el resto del mundo.
Losdemadrid eran los que decían mamá, o papá, y solían acudir los veranos y quedarse hasta la feria. Hasta el cristo, por lo menos. Las francesas eran otra cosa, que llegaban con acento y bailando el twist. Como la Mari, que se fue con sus tías y volvió ya solo para el verano y no sé si volvió a fijarse en mí. Jugar sí que no quiso ya nunca, que pensé que a lo mejor en Francia no se llevaba. Y eso que a mí me gustaba tanto mirarla cuando jugaba al tocalé.
Las palabras marcaban entonces un territorio que era a la vez geográfico y cultural. Pero eso lo sé ahora. Antes hacían la raya entre los de aquí -aquel aquí- y los de afuera, aunque de afuera vinieran otros/otras que se quedaban después de terminar la feria, o la vendimia, aunque no eran muchos ni se les conociera apenas fuera de la escuela, hijos/hijas del jefe de la estación -la que yo recuerdo, chica y competidora- o del factor, de algún maestro o guardia civil, o del mismo jefe de Correos. La movilidad era así de corta y poco variada. La de los curas, oficialmente infecunda. Mi barrio de Santana no propiciaba, por lo demás, demasiados acercamientos, y casi todos vivían al otro lado de la carretera. A saber qué merendaban.
El territorio cultural, la comunidad, no es fácilmente apreciable cuando están ausentes las palabras que lo llenan y lo diferencian de otros. Y así antaño, cuando entonces la televisión un aparato escaso poco menos que diabólico y de funcionamiento enigmático, apenas si fútbol y toros. Y eso, si acaso. En la radio, tardes de mujeres y costura y las canciones de Radio Socuéllamos que se la dedico a mi madre por su cumpleaños de su hijo Nemesio que tanto la quiere desde Melilla, donde hace el servicio. La Pirenaica, cosa de mi abuelo y a la noche, y de lo que no se puede hablar mejor es callarse. Las palabras escritas de los libros, andando los años, más oficiales que otra cosa. Como si de otra lengua se tratara.
Con el tiempo supe que las palabras, y la manera de combinarlas, encierran una manera de ser, de estar en el mundo y de mirarlo. Una manera de pensar, y de soñar. Supe que pensamos y soñamos con palabras, tales las que decía aquel compañero mío mallorquín en sus sueños en voz alta, mi descubrimiento práctico, mi mejor aprendizaje, de qué es una lengua materna: la lengua en que se sueña, su mallorquín.
Una tribu de palabras, la de esos muchachos que corren con su perrilla detrás del tío del paloduz, hombre enjuto y serio, casi huraño. Con las palabras como herramienta y como frontera. No hacía falta saber de Wittgenstein para intuir que sólo rompiendo los límites de aquel lenguaje que tan perfectamente nombraba nuestro mundo sería posible descubrir mundos nuevos, salir de la tribu. Aunque fuera un salir sin dejarla nunca atrás.
Y así nos fuimos haciendo hombres y mujeres, y de provecho los más. Con las palabras a cuestas como un fardo liviano sobre los hombros con que abrirnos camino cambiándolas por otras, incorporando muchas nuevas, descubriendo sus parecidos y sus equivalencias. Convirtiéndonos, cuando se hizo preciso, en muchachos como losdemadrid para llamar niños a los que hasta entonces no habían sido más que monillos.
Aprendimos así a nombrar nuevos mundos. Pero todavía hoy, cuando me retan, soy incapaz de dirigirme a mi padre llamándolo papá.
Porque a los padres, de usted y con respeto.


* En El tiempo hermoso, Almud Ediciones de Castilla-La Mancha

lunes, 18 de septiembre de 2017

identidad

Identitat


Què fer de les paraules al final?
Si vull trobar què sóc no puc buscar
més que en dos llocs: la infància i ara que sóc vell.
És on la meva nit és neta i freda
com els principis lògics. La resta de la vida
és la confusió de tot el que no he entès,
els tediosos dubtes sexuals,
els inútils llampecs d’intel·ligència.
Convisc amb la tristesa i la felicitat,
veïnes implacables. Ja s’acosta
la meva veritat, duríssima i senzilla.
Com els trens que a la infància,
jugant en les andanes, em passaven a frec.

Joan Margarit, en Des d'on tornar a estimar, Proa, Barcelona, 2015


miércoles, 13 de septiembre de 2017

albañil, y comunista




A Pedro Patiño, del que no llegué a escribir, y ahora publico. 
Hoy, 13 de septiembre, se cumplen años de su muerte. 
El asesinato fue en 1971. 


Abrazo*

Llegará el día en que Paula, mi hija, tendrá que mirar entre mis papeles, hurgar en ese revoltijo que, quieras que no, es parte sustancial de mi memoria. Porque por más vueltas que le demos a las cosas, es en los papeles donde se guarda la vida.
Y cuando llegue el día encontrará, bien protegido, un calendario, plegable a modo de tríptico, que es la silueta recortada de unas figuras que se parecen a las de El abrazo, el cuadro de Genovés que simboliza como ninguno la reconciliación. Lo editó el PCE, el mismo que ya en 1956 había dicho que lo que España necesita es la paz civil, la reconciliación de sus hijos, la libertad. No había en el calendario siglas -claro está- ni distintivos, y se hizo para recaudar fondos para los presos y obtener recursos para las campañas por la amnistía, ilegal por entonces el Partido y empezando a asomar la cabeza cada vez más públicamente. Con presos, muchos, en las cárceles, y eso que estábamos ya en 1976.
Y digo esto porque ayer me llegué hasta Madrid para asistir al homenaje a los abogados laboralistas ahora que se cumplen 40 años del asesinato de aquellos -entonces camaradas- que se encontraban en el despacho de Atocha, 55. Un viaje que lo era también a mi pasado, a aquella noche triste que dedicamos a localizar a los que estaban más expuestos para, si era el caso, procurarles un refugio seguro. Y fue también -ayer- el homenaje a Juan Genovés, el pintor.
¿Y acaso tiene esto que ver con el tiempo hermoso? Es verdad, y no por darle la contra al poeta, que a los niños no dejaron de querernos, pero alguno hubo, y quiero recordarlo hoy, que fue hijo de un tiempo oscuro y al que la vida le duró poco, apenas treinta y cuatro años, que se la arrancó un tiro a traición, el disparo mortal de un fusil nada benemérito. Albañil y comunista, obrero con conciencia, Pedro Patiño será eternamente el joven que aparece tan contento con sus hijos -¿tres, cuatro años?- en esa foto que fue entonces octavilla y denuncia de aquel crimen, la que guarda mi madre, oro en paño, en el sitio donde guarda las cosas valiosas.
Nada existe en su pueblo, que yo sepa, que recuerde su memoria. La de Pedro y en su pueblo, que es el mío, rara vez generoso con los suyos. Si buscas en el callejero encontrarás la calle de un Patiño, aquel que fue obispo Mercadillo en tierras de misión y de conquista allá por el siglo XVII, más bien oscuro en la administración de los dineros públicos y polémico en sus actuaciones. Don Fernando, que fue un buen cura, escribió de él, y yo vi en persona el portal del obispo, lo que queda de la casona de aquel paisano en la plaza de Córdoba, la de Argentina.
Nunca hablé con Pedro Patiño, y hasta ayer no había podido abrazar a Lola, su mujer, el pelo enteramente blanco. A ella, ejemplo de valor y de coraje, ni siquiera le permitieron estar presente en el entierro de su marido. El proceso judicial, una farsa que reparó, aunque tarde y parcialmente, la democracia recuperada. No sería hasta 2009 cuando el gobierno de España reconociera que Pedro Patiño fue perseguido y encarcelado injustamente “sin las debidas garantías por el ilegítimo Juzgado Especial de Espionaje y Comunismo” y que murió “en defensa de su actividad política”. El centro de formación sindical que CC.OO. tiene en Madrid lleva su nombre.
Pedro formó parte, como tantos otros, de un gigantesco éxodo. El que un joven escritor, Sergio del Molino, llama ‘el Gran Trauma’ en su libro La España vacía, que leo estos días. El éxodo que llevó en no más de veinte años -los que van de 1950 a 1970- a millones de españoles del campo hasta la ciudad. Un desarraigo producto de la acción combinada del desarrollismo incipiente y del abandono del campo, dejado de la mano de dios y la del Régimen. Franco había dado la espalda a aquel macizo de la raza en que había basado sus sueños imperiales.
A la ciudad, o al extranjero. Y allí, en París, por poco no vivió Pedro Patiño su particular mayo de 1968, un éxodo, el segundo, que no tuvo ya motivaciones económicas. Había sido procesado y declarado en rebeldía.
También mi familia, ya está dicho, formó parte de aquel Gran Trauma. En busca, así me lo tienen dicho, de estudios para los hijos y de mejor salud para la madre. Y en Vallecas encontramos nuevo hogar, un primer piso de algo más de sesenta metros con terraza a la calle. No lejos de allí vivía la Olvido con su hermana Asunción y Pedro, su cuñado, y sus sobrinas.
El barrio se llamaba de Entrevías, y la cueva donde vivían estaba encalada y limpia, con una bombilla de luz siempre encendida. No hace mucho frío -decían-, lo peor es cuando llueve.


* En El tiempo hermoso. Almud Ediciones de Castilla-La Mancha.

lunes, 11 de septiembre de 2017

propósito



Tengo una mala memoria. Y una edad en la que empiezan ya a confundirse los hechos -si es que existe algo así fuera de nuestra mente- con imágenes y sensaciones que quizás pudieron ser pero tal vez nunca fueron. O no fueron así como mi memoria recoge ahora.
Tampoco sé, os lo confieso, si mis recuerdos son enteramente míos, ni cuánto habrá en ellos de prestado. La memoria también se hereda, he leído que decía Angelina Gatell, la poeta que limpiaba lentejas.
Una edad la mía en la que se agolpan a veces, sin posibilidad apenas de distinguirlas, emociones que vienen a desdibujar los recuerdos. O a intensificarlos, depende de su viveza. Que se asocian a ellos y los evocan, aunque a menudo son los propios recuerdos los que las llaman y las convocan hasta anegarte, si cabe, el corazón. Emociones tal que ahora, cuando tan cerca del patio de la parra, desnuda todavía, donde abracé por última vez a mi Amandita la víspera de su muerte. El patio donde velamos su ausencia en compañía de los amigos.
Hoy le he traído a mi padre, que conserva su alma de músico, un documental sobre el sistema de orquestas venezolanas, el que soñó Abreu y Dudamel ha hecho definitivamente universal y envidiado, y vemos en él a un músico jovencísimo que cuenta que solo puede dormir si sabe que su chelo está a salvo a su lado. Un chelo como el que, ahora mudo y solo, hacía sonar Amanda.
Estamos los tres, mis padres y yo, solos en esta casa que llama con fuerza a mi madre tan pronto como abre la primavera y van quedando atrás las noches oscuras del invierno. La casa que fue primero de sus padres y después suya, refugio y meta una vez finalizado su destierro madrileño, ajena ahora la casa propia de ahí enfrente, la que hicieron en parte mis padres con sus propias manos. Aunque de eso quizás diga algo más adelante.
Han querido venir esta semana santa con la excusa -no sé si consciente- de que la casa esté abierta por si quieren venir los chicos. Y entramos así, y cada vez ocurre con más frecuencia, en un bucle que no me atreveré a calificar más que de cansino: abierta la casa, y aunque a regañadientes como en esta ocasión, los chicos -es decir, mis hermanos- se ven obligados a venir. Y si no se quedan, como sería su gusto -el de mi madre: su casa, sus chicos- según el plan que urdió en su cabeza, la ilusión acaba trocándose en disgusto.
Nada de extraordinario, por otra parte, salvo que María, mi madre, ha cumplido ya los ochenta y ocho, y ahora mismo, mientras escribo, anda entrando y saliendo a los patios, riega las plantas (ya lo hizo ayer, y anteayer), pone la sartén y empieza a freír el champiñón que estuvo limpiando mientras en la tele desfilaban, una tras otra, las procesiones de esta España nuestra que ya dudo que sea algún día el Estado no confesional que su Constitución predica. Aunque todo eso, y limpiar el polvo y barrer los patios y subir a las cámaras, es no más que un espejismo. Ya no pueden quedarse solos. De ahí que esté yo. Que estemos los tres. Por eso, y porque no pienso negarles aquello que pueda hacerlos un poco más felices.
Por eso el sol en el patio ahora. Y el silencio. Un momento propicio para empezar a escribir estas que, aun viniendo de la memoria, no son memorias y me vienen rondando demasiados años ya por la cabeza. Propicio para poner en el papel y en orden una gavilla de recuerdos, y de pensamientos atados a esos recuerdos, y reflexiones que vienen del tiempo de la infancia y a la infancia me devuelven.
Dónde mejor que en la casa que mis abuelos maternos, Pedro y Gloria, terminaron de levantar en 1927.
¿Y por qué no ahora, a la luz limpia de la tarde de este sábado de abril que en la liturgia romana llamaron siempre de gloria?
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