Podría
ahora,
mientras
un hombre duerme aquí a mi orilla
remontarme
por el río de la sangre
hasta
la piedra primera de mi especie,
hasta
el vértigo inicial de una mujer ceñida
por
los signos, apenas descifrables,
que
fueron roturados en su cuerpo.
Mi
madre, y la suya, y la suya de la suya,
se
agachan despacio y miran en silencio,
se
acuclillan despacio.
La
mujer que es primera de mi genealogía
calienta
en su entraña aquello que rezumo:
la
tintura más roja de la sangre,
el
ocre de la piel sobre sí vuelta
hasta
alargar las manos y el deseo,
ese
blanco sin adjetivos de las lágrimas
o
la leche que nace por sí sola.
La
palabra es una excrecencia más tardía,
no
nos ha sido dada por igual,
ni
siquiera en mi origen más cercano
se
encuentra el don de hablar y conjurar la muerte.
Por
eso estoy condenada a nombrarlas a todas.
(María
Ángeles Pérez López, 1997)
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