jueves, 16 de febrero de 2017

abrazo

Llegará el día en que Paula, mi hija, tendrá que mirar entre mis papeles, hurgar en ese revoltijo que, quieras que no, es parte sustancial de mi memoria, porque por más vueltas que le demos a las cosas, es en los papeles donde se guarda la vida.
Y cuando llegue el día encontrará, bien protegido, un calendario, plegable a modo de tríptico, que es la silueta recortada de las figuras de El abrazo, el cuadro de Genovés que simboliza como ninguno la reconciliación, esa aspiración que, de ser inicialmente una consigna del viejo PCE pasó a constituir una pasión común de los españoles que querían mirar al futuro libres y en democracia.
Lo editó precisamente el PCE, sin siglas -claro está- ni distintivos, como medio para recaudar fondos para los presos y obtener recursos para las campañas por la amnistía, ilegal por entonces el Partido y empezando a asomar la cabeza cada vez más públicamente. Iniciando por entonces la cuenta atrás para quitarse definitivamente el manto de la clandestinidad.
Y digo esto porque ayer me llegué hasta Madrid para asistir al homenaje a los abogados laboralistas ahora que se cumplen 40 años del asesinato de aquellos -entonces camaradas- que se encontraban en el despacho de Atocha, 55. Un viaje que lo era también a mi pasado, a aquella noche triste que dedicamos a localizar a los que estaban más expuestos para, si era el caso, procurarles un refugio seguro.
Y fue también el homenaje a Juan Genovés, el pintor. Y el reencuentro con muchos, con muchas, incluidos algunos con los que mantengo intacto, diferencias aparte, el hilo del afecto. El abrazo de Juana, tantos años sin vernos, fue quizás el más entrañable de la noche.
Enrique Lillo, el abogado laboralista más citado en la literatura que hace al caso y el más modesto y natural de los que conozco, hizo un buen discurso, yo diría que el mejor. Sin retóricas, y al grano, señaló con lucidez los espacios -unos nuevos, viejos otros- todavía opacos y refractarios a la democracia en nuestra España de hoy. Para, hoy como ayer, recordarnos la obligación de pelear con inteligencia por derrotarlos y desterrarlos.
Como hicieron, cuarenta años ya, aquellos que no queremos que sean solo historia. Los que son ejemplo de que la democracia no resultó de un pacto escondido en los despachos sino del empuje de los trabajadores con sentido de clase.
A la vuelta, ya en el tren, me vino a la memoria una sentencia y un enredo al que llevo dando vueltas hace semanas. Y me puse a escribir.

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