domingo, 31 de diciembre de 2017

y final


Soneto 62

A la memoria de María Cicuéndez


¡Ay, la muerte!, ¡tan cruel cuando golpea!,
¡cuando ahoga el aliento de una vida!;
más cruel cuando aparece repentina,
cuando en un sobresalto la belleza

de unos ojos apaga. La tristeza
se impone, no hay lugar a despedidas
-un bálsamo que alivie las heridas-,
ni últimas palabras, ni la queja:

¡Cuánto tiempo ha pasado, nunca vienes
a verme!
”. No hay abrazos, ni disculpas,
ni modo de decirle que la quieres

antes de que tu voz se quede muda.
Solo un beso de plata en las sienes,
los párpados que no se abrirán nunca.


(Paco Morata)

martes, 19 de diciembre de 2017

maría


María se durmió el sábado para ya no despertar. 
Quizá soñara con su Ignacia en medio de un trajín de cámaras, armarios y baúles, o con Amanda (¡ay, mi chica!, ¡hermosona!), cuando la llamó la muerte para llevársela al lugar donde descansan las buenas madres. Que fueron antes, y lo fueron para siempre, buenas hijas y buenas hermanas. 
El lugar donde las abuelas se cuentan, orgullosas, las cosas de sus nietas y de sus nietos.



Un baile con Arafat

Al final la he convencido, pero tendrías que ver lo que me ha costado. Mi madre quería a toda costa disponer una jofaina con agua, una pastilla de jabón sin empezar y una toalla limpia en la alcoba. Por si el médico necesita lavarse las manos. Y yo: que es Jesús, madre, y es de confianza y sabe dónde está el lavabo. Y ella, erre que erre: sí, ¿y si es el de guardia el que tiene que venir? Es terca, de las que no lo parecen y obran a la chita callando. Así que no me extrañaría que lo tenga todo preparado, y escondido donde solo ella lo sabe. Por si el de urgencias…
A mi madre no hay quien le quite las rarezas, como esta de pensar en las visitas, que le da algo si ve que el embozo de la cama tiene un pliegue o que asoma por debajo de la cama la cuña o la botella de la orina. Y no es exactamente el qué dirán, pero se le parece. Y no para de echar ambientador en la alcoba y ponerle colonia a mi padre, mira cómo huele de bien, y tan fresquita.
Hasta me da que la lectura voraz de mis escritos a prueba tiene más que ver con aquella advertencia que me sonó a censura -que a ver qué vas a decir, mira que no quiero disgustos- que a la curiosidad por ver de qué más cosas hablo. Vaya, por saber si no le he hecho caso.
Hubo un tiempo en que soñaba con Arafat. Nada, que otra vez he soñado que bailaba con el del pañuelo. Y lo decía tan tranquila, para regocijo redoblado de sus hijos y, sobre todo, de las nietas a las que se lo contaba. En otras ocasiones era que le despachaba a doña Sofía, hoy emérita, un par de botes de pintura color verde primavera. Y el caso es que me los ha pedido de esos de El Faro Verde, de los económicos, que no creo yo que les falte para comprar pintura de la buena de Titanlux. Pero las cosas como son, aseguraba como sorprendida, a mí me parece una mujer de lo más sencilla.
El remate, y el jolgorio, lo ponía la despedida. Porque mi madre, al fin y al cabo educada y muy cumplida, se veía en la obligación de darle recuerdos para don Juan Carlos y los chicos. Y si le da usted dos manos mejor, que así no se le conocen las mentiras. A la mesa recién pintada, se entiende, que no al marido.
Me habla mucho estos días, y puede que para aplacar su desasosiego. Yo la animo, y le pregunto cosas, detalles, que me sirven para esta labor de ahondar en los recuerdos. Y así se le distrae el pensamiento. Y no sé ni cómo ni por qué, pero me dice de pronto que no se acuerda de que hubiera en el pueblo más de un Antolín. Hubo uno, hermano del tío Ticiano y del tío Rufino el albañil, el maestro -sin serlo- de Nemesio, y hermano también de la Eufrosina… Y ya puesta, su memoria funciona como una maquinaria de precisión.
Lo que más le cuesta es arrancar, pero ya en marcha me dice que apunte. Apunta, me dice, que aquel hombre que hacía de Jesucristo muerto en la procesión del santo entierro era el tío Jesús Zaragata, que decía que era capaz de dormir tres días seguidos y despertar al tercero, y eso porque lo mandaba la liturgia. Y que a él no le asustaban los armaos ni lo despertaba el ruido de las carracas.
Me dice, de seguido, como si lo hubiera estado pensando estos días, que el tío de la perragorda, otro as de la bicicleta que acabó comprándose un vespino, era Paco el cacharrero, andaluz amable y compasivo adelantado a su tiempo, precursor de la venta a plazos en el pueblo. Y si era una perra gorda lo que la vecina podía dar esa semana, él apuntaba en su libreta el pago y se lo descontaba de la deuda por la compra de aquellas puntillas majas para el ajuar de la chica. Mi madre, sin ir más lejos, le compró una palangana grande de las que llevan un baño de loza. Y va, y la busca, y nos la enseña. Mírala, y todavía tan hermosa.
Mi madre tiene una memoria portentosa. Sobre todo para los nombres y para los cumpleaños. Y sin llegar a tanto, se acerca mucho a la de Nemesio, su hermano, cuya fama ya tenemos contada. Aunque ahora, nos dice María, me empieza a fallar. A sus noventa años. 
Para acto y seguido ponerse a relatarme la historia de la tía Polígina, la abuela de la visita que se acaba de marchar, una mujer tímida de pelo muy blanco. Tenía huerta, dice, en el monte Corral y siempre andaban de quintería. Y era muy alegre y muy buena la tía Polígina. Nombre con el que no doy por más que busco.
Se ríe mi madre cuando le hablamos de sus sueños, que no son precisamente de gente corriente y más parecen sueños de grandeza, que si lo decimos es por la alcurnia de sus protagonistas y no por otra cosa, que es pura sencillez la soñadora.
Ahora que, cuando se enfada, o así lo parece, es cuando le hablamos de aquella vez que tuvo un antojo, por las consecuencias. Y ella nos repite siempre lo mismo, y casi que con las mismas palabras. - Ni tiempo para antojos tenía una, y ya ves, que para una vez que tuve uno le salió a la chica una mancha como una ciruela así de grande, y con su color y todo, orilla de la ingle.
Mi hermana calla, y ni niega ni asiente. Antojos de embarazada. Cosas de los pueblos.

viernes, 24 de noviembre de 2017

gatos libres

ORQUESTA DE DESAPARECIDOS
 

Diariamente, al atardecer, escucho a los músicos. Si me traslado a algún país extranjero, ellos hacen el mismo viaje que yo y coincidimos en una explanada, en los mercados, en un refugio.

Los miembros de la orquesta recorren las rutas escarpadas y los desfiladeros de mi memoria. Los he visto de noche, extenuados, mientras suben a pie o en bicicleta una colina de mis pensamientos. Llegan empapados de recuerdos a las nuevas ciudades, pero los primeros compases que interpretan limpian sus ropas.

Las personas que se alejaron de mi vida forman la orquesta. Sus muertes o su desamor se han convertido en música.

Una mujer que me amó empuña el micrófono y canta con la cabeza llena de peces. Se palpa los animales marinos hasta que el pez del dolor despuebla su mente. Entonces, con las notas finales del blues, entrega a los oyentes un pequeño esturión que lleva en la boca los filamentos luminosos de los días que vivimos juntos.

El contrabajo lo pulsa otra antigua amante. No es bella sino algo más peligroso, porque ha nacido en un país de gatos libres. Mi padre y mi hermana abren sus ausencias con el arco del violonchelo. La madre golpea en el timbal nuestras pieles de ancianos bebés.

Encogido detrás de los instrumentos, el amigo que me traicionó pone cerca de sus pies de percusionista el sombrero adonde caen las monedas caducadas.

Soy todos los espectadores. En las filas delanteras se sitúan el niño sucesivo, el adolescente que caminó entre vidrios de diccionario, los jóvenes que fui.

Acabado el concierto, cada componente del público vuelve a adentrarse en mí y la orquesta de desaparecidos ve mi disolución en el paisaje.


(Francisco Javier Irazoki, en Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)

miércoles, 22 de noviembre de 2017

música, maestro

Hoy, día de santa Cecilia, y en mi memoria


El maestro

Una banda no es una tribu, por más que las haya que hasta crean sus propias palabras y las custodian. Claro que no todas las bandas son una Banda. Ni todas las Bandas son La Flor de la Mancha. Que queda todo dicho y claro con pronunciar su nombre. Una Banda sin par que no hay otra que suene como la nuestra por más que pase el tiempo..
Y de esa Flor fui, antes que educando, hijo y ahijado. O hijo de pila, como convenga al lector si es que la expresión le dice algo o se encuentra entre sus saberes el que se refiere a la pila de cristianar. De padre jornalero y músico, metido luego a tendero, y padrino maestro y zapatero: el maestro de la música. El maestro, sin confusión posible. Digo yo que con perdón de los que lo eran de escuela, y mejorando lo presente.
Al maestro lo trajeron los vientos de la postguerra y el destierro -el suyo, de por vida-, esa condena de tragedia griega que movía a los hombres de unos lugares a otros. A los hombres, y a sus familias. Desgajados de su tierra natal, cortados de raíz de sus raíces. Unos se fueron, como el tío Brígido, que dio con los suyos en Alcázar. Otros llegaron, como Paco Martínez, zapatero y músico autodidacta que venía de Villamayor de Santiago y había tenido un cargo, el de alcalde republicano, que purgaría con cárceles y extrañamiento. Sus historias, las de muchos como ellos, solo alcanzamos a saberlas los muchachos cuando dejamos de serlo. Lo que son las cosas.
En vano esperó con mi padre que se retrasara el parto un día, por aquello de cristianar a un Cecilio, y en vano se esforzó por que el ahijado dejara de ser educando para pasar a mayores. Enérgico para reprochar la falta de un sostenido con un y en qué andaréis pensando que rompe la batuta en el atril, al fin y al cabo caña frágil. Mucho más frágil que aquellas que se esmeran en colocar como es debido, y bien lamidas, en la boquilla de sus saxofones los que tiene el maestro más al alcance de su batuta. Esos que, ya noche alta y las mulas en la cuadra, sacan de su estuche los instrumentos y se preparan para el ensayo.
Los veo ahora en esa foto antigua, ampliada, que cuelga en el pasillo de nuestra casa del pueblo. Domitilo, Julio, Cruz -caramuerto por mal mote- y muchos otros de aquella más tropa que banda que viajó por esas tierras resecas subida a la caja del camión de Conrado Chorlito, o de Giordano. Un solo camión para dos dueños, transporte de arte y sueños.
Soñaron, sí, aquellos músicos de pueblo, y gozaron de su momento mítico y sus glorias, que los habré escuchado una y mil veces repetidos durante años. La de aquel certamen radiado que patrocina la madrileña sastrería Palomeque y finaliza con un nuevo recuento de los votos que, ¡ay, dolor!, habían dado por ganadora a la gran rival, la banda de la vecina Quintanar. Un pueblo entero escuchando a su música en la placeta Bailén. O esa otra de arrancar un premio no previsto con un pasodoble ensayado en solo un día. Y en Valencia tuvo que ser.
Y no faltó en su historia la cita con la épica. Que resistir a la autoridad de la época con una huelga de boquillas y atriles en los días de feria no era fácil. Aunque los músicos de pueblo, y sus familias, lloraran por lo bajo viendo desfilar por sus calles una Banda forastera.
De otras resistencias ha quedado menos memoria. Pero pocos, muy pocos, se atrevieron a hacer esperar a un ministro secretario general del movimiento y a sus tres mil falangistas formados para la ocasión. Lo hizo Paco Martínez, Paquillo Córdoba, músico y zapatero, preso y desterrado. Corría el año de 1954.
Por mi memoria corre la imagen afable del padrino ahora sin batuta y sentado a su banco de trabajo, la lezna en la mano y cerca ese unto que suaviza el bramante y ayuda a coser mejor. El maestro zapatero que echa medias suelas o pone unas tapas. O me hace unas botas. A medida, todo un lujo. Y de material, que no es cualquier cosa. Porque el calzado bueno, como los balones de reglamento, no son de cuero o de piel. Son de material.
Fue la nostalgia de futuro, con el amor a la maestra -María, su mujer-, la que inspiró -preso él en el monasterio de Uclés mutado en cárcel, ella en la de Santander- la escritura de Ponte el mantón, el pasodoble que pone siempre un manto de lágrimas en los ojos de su hijo de pila.
Al maestro le gustaban los cacagüeses y las aceitunas. Como a la pareja de la Guardia civil que aparecía por la tienda noche sí noche no, a punto ya de echar las correderas.


(En El tiempo hermoso, Almud Ediciones de Castilla-La Mancha, 2017)

viernes, 3 de noviembre de 2017

sin alambradas

Calló el cantor, y su amigo cantor le escribe.
¡A desalambrar!, nos dijo. Y muchos lo soñamos. 
Y vivimos.


martes, 31 de octubre de 2017

voz




(Orihuela, 30 de octubre de 1910)



CANCIÓN DEL ESPOSO SOLDADO

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.


Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.


Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.

Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.


Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.


Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.

Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.


Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.


Miguel Hernández, en Viento del pueblo, 1937

lunes, 30 de octubre de 2017

los malos silencios


Vigilar un examen sobre Historia de España

Ser dos ojos
que deben contemplar la triste historia
del joven español que se hace viejo.
Al fondo de la clase,
un murmullo de himnos, canciones y protestas.

Miro en aquel pupitre
a ese niño que fui. Estaban las preguntas
en un folio marcado con yugos y sotanas.
De memoria sabía
rezar, callar, decir que sí, perdón,
no me lo tome en cuenta.

Me veo adolescente. El muchacho de al lado
aprendió sus lecciones. Yo procuro copiarme
para correr y luego
imaginar los ríos de montaña,
el agua pura
hasta donde no llegan las mentiras,
ni el privilegio impune,
ni la pobreza calculada
como una enfermedad de la nación.

En la última fila
rebusca en su libreta el joven descarado
que ya no tiene miedo,
que no soporta el gris,
que no piensa perder porque desprecia
las mentiras ocultas en las buenas palabras
y en los malos silencios.

Vigilar un examen
sobre historia de España. Ser dos ojos
de persona mayor
doctorada en antiguas esperanzas
que una vez más observa
la fatuidad, la corrupción, la falta
de pudor en los jefes de la tribu.

Nada me cansa más
que corregir exámenes. Ver cómo pasa el tiempo,
envejecer, sentirse tachadura
sobre papeles amarillos,
víctima y responsable
de un amargo suspenso general. 


Luis García Montero (29 de octubre de 2017)

miércoles, 18 de octubre de 2017

encuentro



En esta tarde de octubre y lluvia, a las siete 
y en el claustro del antiguo Convento de la Merced de Ciudad Real, nos reuniremos para hablar de El tiempo hermoso
y, con el libro como pretexto, celebrar la palabra.
La tomarán, y la celebraremos con ellos, tres buenos amigos: 
Nohemí Gómez-Pimpollo, Pepe Valverde y José María Barreda.

Quedáis todos, y todas, convidados.

jueves, 12 de octubre de 2017

pésame


(Antolín murió en abril. Tranquilo y en su cama. 
Se le paró el corazón mientras dormía, y no sufrió, me escribe María José, su hija.
Y no quiero que les falte mi pésame: que sepan que les acompaño en su sentimiento)

 

Pupitres

Antolín es de Herencia, y María, su mujer, lee una revista. Silabea en voz baja, moniquito, y va juntando palabras muy despacio. Lee a la antigua, en todo menos el ir recorriendo el renglón con el dedo, como cuando la lectura necesitaba de más órganos que el cerebro y los ojos y hasta el pasar de hoja se ayudaba del índice humedecido en la lengua. El gesto con que noveló Umberto Eco los asesinatos en la abadía de El nombre de la rosa donde reinaba un Borges bibliotecario metido a fraile, guardián celoso de un tratado sobre la sonrisa.
La lectura como viaje en este tiempo detenido de los hospitales en el que Antolín y mi padre, compañeros de habitación, aguardan pacientes su recuperación mientras sus acompañantes nos vamos acostumbrando a la lentitud de la espera.
No señales con el dedo, que está feo señalar. Una más de las prohibiciones de antaño, esta sin mediar explicación. Puede que no vieran nunca la estampa del almirante los que tuvieron a Colón por héroe casi exclusivo: hispanidad, raza, conquista, nuevo mundo. Isabelyfernando, y allí el índice extendido y, a lo que se ve, faltón. Así que señalar con el dedo, en mi mundo, se tuvo un tiempo por feo y mal visto. Por más que fuera el mismo que durante siglos sirvió para pasar página. Es decir, para mirar hacia delante. ¿Cosas del papel?
La lengua, por aquello de estas otras humedades, fue también un auxiliar fiel de la escritura. Y eficaz, que la punta del lapicero necesitaba del contacto con la lengua para pintar como es debido cuando desvaída y como difuminada su traza en el papel. Chúpalo, que no pinta. El lapicero, imprescindible a falta del bolígrafo (y el BIC aún se haría esperar). Y es que no era práctico ni útil ni al alcance de todos el complejo instrumental de tinta y tintero, plumín y secante. Ni limpio, de borrones sin remedio en un mundo de papel escaso y caro. De manchones en el guardapolvos a la que te descuidabas. ¡¿Has visto? Ya te has llenado, y ahora a ver cómo sale!
Los pupitres, aquellos de cajonera cumplida y amplia donde caber carteras y cabases y, si había, la orilla de pan con su onza de chocolate, venían ya preparados con sendos agujeros para el tintero -dos, uno por cada, una pareja de escolares por pupitre- y el rebaje doble donde dejar la pluma con su plumín, una goma de borrar, el sacapuntas y el lapicero sin miedo a que rodaran hasta el suelo por el plano inclinado de la tapa del pupitre. Que se abría hacia arriba como la de un baúl. Luego, a la salida, todo bien guardado en el plumier.
Me gustaban los lapiceros aplanados y gruesos que gastaban los carreteros, que esos sí que dejaban una señal clara y una huella bien marcada y, además de en la madera, escribían tan ricamente en el papel de estraza. Esos de llevar apoyados en la oreja, como hacen los del oficio. Mejores que un trozo de teja si se trata de pintar el Pórtico de la Gloria, como nos contó Manuel Rivas en El lápiz del carpintero. Y por ahí andará el que venía con el libro cuando lo compré. Tan triste y tan hermoso, y tan bien escrito.
De los otros, los de colores de Alpino, me regalaron un estuche grande unos reyes. Con el cuidado para que no se me gastaran. Calila me confesó más tarde, niño yo de barba blanca, que era el azul el que más le gustaba. Tanto como mirar a lo lejos las luces de Torafe.
María la de Antolín sabe firmar, y no como su madre, que lo hacía con el dedo. Que además de para señalar servía para dar fe de la identidad del prójimo que no llegó a tiempo de instruirse en las artes de la escritura. Otros hacían una cruz, que más que una afirmación parecían añadir una interrogante.
Quien sí sabía leer, y puede que sin mojarse el dedo al término de la página, y también escribir era Ruperto, el padre del compañero ocasional del mío. Se precisaba para ser Guardia de Asalto. Y mire usted, me dice el hijo con los ojos rasos de agua, que era tranquilo y bueno. Nos dijeron que dio un ¡Viva la República! que se oyó en toda la cárcel de Ciudad Real el día que el turbión del odio y la venganza se lo arrebató al mundo y a su mujer y a su hijo.
Tenía Ruperto 36 años. Y no se me olvida, dice el hijo, por más que pase el tiempo. Y yo no sé por qué los recuerdos se llegan hasta esta habitación de hospital donde los enfermos esperan, pacientes, su mejoría. Donde los acompañantes buscamos en la lectura un remedio contra este tiempo lento, casi detenido.


En El tiempo hermoso.

miércoles, 11 de octubre de 2017

gracia

LOS CARROS DE KIPUR


Los carros de Kipur en las colinas.
Los carros de Kipur me despertaron.
Eres, Señor, la guerra interminable;
yo, la inmensa pereza inapetente.
Eres la carga matinal terrible,
y a mí me deja mudo la hermosura;
mirarla exige mucho y cansa pronto:
cuando viene, me escondo en mi indolencia.
Los carros de Kipur que son tu gloria,
que son también tu gloria incomprensible,
que habita en lo terrible y en lo humilde,
y en lo confuso habita y en lo claro
del mundo por hacer y el mundo hecho.
Los carros de Kipur que van de caza;
los carros de Kipur que son tu gloria,
la luz incomprensible de tu gloria.
Los carros de Kipur que son la gracia,
la aliada de la gloria incomprensible,
la gracia por terrible rechazada,
la gracia rechazada por hermosa.


Julio Martínez Mesanza, en Gloria, Rialp, 2016

miércoles, 4 de octubre de 2017

diàleg

 
A vegades és necessari i forçós
que un home mori per un poble,
però mai no ha de morir tot un poble
per un home sol:
recorda sempre això, Sepharad.
Fes que siguin segurs els ponts del diàleg
i mira de comprendre i estimar
les raons i les parles diverses dels teus fills.
Que la pluja caigui a poc a poc en els sembrats
i l'aire passi com una estesa mà
suau i molt benigna damunt els amples camps.
Que Sepharad visqui eternament
en l'ordre i en la pau, en el treball,
en la difícil i merescuda
llibertat.


Salvador Espriu, La pell de brau, poema XLVI (1960)

viernes, 22 de septiembre de 2017

presentación

Una tribu de palabras*


Por aquellos tiempos no era preciso ponerse de acuerdo, ni falta que hacía, para llegar a la única conclusión posible: que aquel, o aquella, es forastero y no precisamente de un pueblo de los de cerca. Bastaba con oír aquella palabra que al trompo le decía peonza, o canicas a las bolas. Es de madrid, que era como entonces se nombraba y al tiempo se distinguía a los que no eran de aquí, ni tampoco de cerca, por más que sus padres -o ellos mismos incluso- hubieran emigrado digamos que a Valencia o Barcelona o mismamente a Alcázar de San Juan. Por más que muchos de los que así marcábamos distancias acabáramos por marchar a la capital del reino con nuestras palabras a cuestas, Madrid era el resto del mundo.
Losdemadrid eran los que decían mamá, o papá, y solían acudir los veranos y quedarse hasta la feria. Hasta el cristo, por lo menos. Las francesas eran otra cosa, que llegaban con acento y bailando el twist. Como la Mari, que se fue con sus tías y volvió ya solo para el verano y no sé si volvió a fijarse en mí. Jugar sí que no quiso ya nunca, que pensé que a lo mejor en Francia no se llevaba. Y eso que a mí me gustaba tanto mirarla cuando jugaba al tocalé.
Las palabras marcaban entonces un territorio que era a la vez geográfico y cultural. Pero eso lo sé ahora. Antes hacían la raya entre los de aquí -aquel aquí- y los de afuera, aunque de afuera vinieran otros/otras que se quedaban después de terminar la feria, o la vendimia, aunque no eran muchos ni se les conociera apenas fuera de la escuela, hijos/hijas del jefe de la estación -la que yo recuerdo, chica y competidora- o del factor, de algún maestro o guardia civil, o del mismo jefe de Correos. La movilidad era así de corta y poco variada. La de los curas, oficialmente infecunda. Mi barrio de Santana no propiciaba, por lo demás, demasiados acercamientos, y casi todos vivían al otro lado de la carretera. A saber qué merendaban.
El territorio cultural, la comunidad, no es fácilmente apreciable cuando están ausentes las palabras que lo llenan y lo diferencian de otros. Y así antaño, cuando entonces la televisión un aparato escaso poco menos que diabólico y de funcionamiento enigmático, apenas si fútbol y toros. Y eso, si acaso. En la radio, tardes de mujeres y costura y las canciones de Radio Socuéllamos que se la dedico a mi madre por su cumpleaños de su hijo Nemesio que tanto la quiere desde Melilla, donde hace el servicio. La Pirenaica, cosa de mi abuelo y a la noche, y de lo que no se puede hablar mejor es callarse. Las palabras escritas de los libros, andando los años, más oficiales que otra cosa. Como si de otra lengua se tratara.
Con el tiempo supe que las palabras, y la manera de combinarlas, encierran una manera de ser, de estar en el mundo y de mirarlo. Una manera de pensar, y de soñar. Supe que pensamos y soñamos con palabras, tales las que decía aquel compañero mío mallorquín en sus sueños en voz alta, mi descubrimiento práctico, mi mejor aprendizaje, de qué es una lengua materna: la lengua en que se sueña, su mallorquín.
Una tribu de palabras, la de esos muchachos que corren con su perrilla detrás del tío del paloduz, hombre enjuto y serio, casi huraño. Con las palabras como herramienta y como frontera. No hacía falta saber de Wittgenstein para intuir que sólo rompiendo los límites de aquel lenguaje que tan perfectamente nombraba nuestro mundo sería posible descubrir mundos nuevos, salir de la tribu. Aunque fuera un salir sin dejarla nunca atrás.
Y así nos fuimos haciendo hombres y mujeres, y de provecho los más. Con las palabras a cuestas como un fardo liviano sobre los hombros con que abrirnos camino cambiándolas por otras, incorporando muchas nuevas, descubriendo sus parecidos y sus equivalencias. Convirtiéndonos, cuando se hizo preciso, en muchachos como losdemadrid para llamar niños a los que hasta entonces no habían sido más que monillos.
Aprendimos así a nombrar nuevos mundos. Pero todavía hoy, cuando me retan, soy incapaz de dirigirme a mi padre llamándolo papá.
Porque a los padres, de usted y con respeto.


* En El tiempo hermoso, Almud Ediciones de Castilla-La Mancha

lunes, 18 de septiembre de 2017

identidad

Identitat


Què fer de les paraules al final?
Si vull trobar què sóc no puc buscar
més que en dos llocs: la infància i ara que sóc vell.
És on la meva nit és neta i freda
com els principis lògics. La resta de la vida
és la confusió de tot el que no he entès,
els tediosos dubtes sexuals,
els inútils llampecs d’intel·ligència.
Convisc amb la tristesa i la felicitat,
veïnes implacables. Ja s’acosta
la meva veritat, duríssima i senzilla.
Com els trens que a la infància,
jugant en les andanes, em passaven a frec.

Joan Margarit, en Des d'on tornar a estimar, Proa, Barcelona, 2015


miércoles, 13 de septiembre de 2017

albañil, y comunista




A Pedro Patiño, del que no llegué a escribir, y ahora publico. 
Hoy, 13 de septiembre, se cumplen años de su muerte. 
El asesinato fue en 1971. 


Abrazo*

Llegará el día en que Paula, mi hija, tendrá que mirar entre mis papeles, hurgar en ese revoltijo que, quieras que no, es parte sustancial de mi memoria. Porque por más vueltas que le demos a las cosas, es en los papeles donde se guarda la vida.
Y cuando llegue el día encontrará, bien protegido, un calendario, plegable a modo de tríptico, que es la silueta recortada de unas figuras que se parecen a las de El abrazo, el cuadro de Genovés que simboliza como ninguno la reconciliación. Lo editó el PCE, el mismo que ya en 1956 había dicho que lo que España necesita es la paz civil, la reconciliación de sus hijos, la libertad. No había en el calendario siglas -claro está- ni distintivos, y se hizo para recaudar fondos para los presos y obtener recursos para las campañas por la amnistía, ilegal por entonces el Partido y empezando a asomar la cabeza cada vez más públicamente. Con presos, muchos, en las cárceles, y eso que estábamos ya en 1976.
Y digo esto porque ayer me llegué hasta Madrid para asistir al homenaje a los abogados laboralistas ahora que se cumplen 40 años del asesinato de aquellos -entonces camaradas- que se encontraban en el despacho de Atocha, 55. Un viaje que lo era también a mi pasado, a aquella noche triste que dedicamos a localizar a los que estaban más expuestos para, si era el caso, procurarles un refugio seguro. Y fue también -ayer- el homenaje a Juan Genovés, el pintor.
¿Y acaso tiene esto que ver con el tiempo hermoso? Es verdad, y no por darle la contra al poeta, que a los niños no dejaron de querernos, pero alguno hubo, y quiero recordarlo hoy, que fue hijo de un tiempo oscuro y al que la vida le duró poco, apenas treinta y cuatro años, que se la arrancó un tiro a traición, el disparo mortal de un fusil nada benemérito. Albañil y comunista, obrero con conciencia, Pedro Patiño será eternamente el joven que aparece tan contento con sus hijos -¿tres, cuatro años?- en esa foto que fue entonces octavilla y denuncia de aquel crimen, la que guarda mi madre, oro en paño, en el sitio donde guarda las cosas valiosas.
Nada existe en su pueblo, que yo sepa, que recuerde su memoria. La de Pedro y en su pueblo, que es el mío, rara vez generoso con los suyos. Si buscas en el callejero encontrarás la calle de un Patiño, aquel que fue obispo Mercadillo en tierras de misión y de conquista allá por el siglo XVII, más bien oscuro en la administración de los dineros públicos y polémico en sus actuaciones. Don Fernando, que fue un buen cura, escribió de él, y yo vi en persona el portal del obispo, lo que queda de la casona de aquel paisano en la plaza de Córdoba, la de Argentina.
Nunca hablé con Pedro Patiño, y hasta ayer no había podido abrazar a Lola, su mujer, el pelo enteramente blanco. A ella, ejemplo de valor y de coraje, ni siquiera le permitieron estar presente en el entierro de su marido. El proceso judicial, una farsa que reparó, aunque tarde y parcialmente, la democracia recuperada. No sería hasta 2009 cuando el gobierno de España reconociera que Pedro Patiño fue perseguido y encarcelado injustamente “sin las debidas garantías por el ilegítimo Juzgado Especial de Espionaje y Comunismo” y que murió “en defensa de su actividad política”. El centro de formación sindical que CC.OO. tiene en Madrid lleva su nombre.
Pedro formó parte, como tantos otros, de un gigantesco éxodo. El que un joven escritor, Sergio del Molino, llama ‘el Gran Trauma’ en su libro La España vacía, que leo estos días. El éxodo que llevó en no más de veinte años -los que van de 1950 a 1970- a millones de españoles del campo hasta la ciudad. Un desarraigo producto de la acción combinada del desarrollismo incipiente y del abandono del campo, dejado de la mano de dios y la del Régimen. Franco había dado la espalda a aquel macizo de la raza en que había basado sus sueños imperiales.
A la ciudad, o al extranjero. Y allí, en París, por poco no vivió Pedro Patiño su particular mayo de 1968, un éxodo, el segundo, que no tuvo ya motivaciones económicas. Había sido procesado y declarado en rebeldía.
También mi familia, ya está dicho, formó parte de aquel Gran Trauma. En busca, así me lo tienen dicho, de estudios para los hijos y de mejor salud para la madre. Y en Vallecas encontramos nuevo hogar, un primer piso de algo más de sesenta metros con terraza a la calle. No lejos de allí vivía la Olvido con su hermana Asunción y Pedro, su cuñado, y sus sobrinas.
El barrio se llamaba de Entrevías, y la cueva donde vivían estaba encalada y limpia, con una bombilla de luz siempre encendida. No hace mucho frío -decían-, lo peor es cuando llueve.


* En El tiempo hermoso. Almud Ediciones de Castilla-La Mancha.

lunes, 11 de septiembre de 2017

propósito



Tengo una mala memoria. Y una edad en la que empiezan ya a confundirse los hechos -si es que existe algo así fuera de nuestra mente- con imágenes y sensaciones que quizás pudieron ser pero tal vez nunca fueron. O no fueron así como mi memoria recoge ahora.
Tampoco sé, os lo confieso, si mis recuerdos son enteramente míos, ni cuánto habrá en ellos de prestado. La memoria también se hereda, he leído que decía Angelina Gatell, la poeta que limpiaba lentejas.
Una edad la mía en la que se agolpan a veces, sin posibilidad apenas de distinguirlas, emociones que vienen a desdibujar los recuerdos. O a intensificarlos, depende de su viveza. Que se asocian a ellos y los evocan, aunque a menudo son los propios recuerdos los que las llaman y las convocan hasta anegarte, si cabe, el corazón. Emociones tal que ahora, cuando tan cerca del patio de la parra, desnuda todavía, donde abracé por última vez a mi Amandita la víspera de su muerte. El patio donde velamos su ausencia en compañía de los amigos.
Hoy le he traído a mi padre, que conserva su alma de músico, un documental sobre el sistema de orquestas venezolanas, el que soñó Abreu y Dudamel ha hecho definitivamente universal y envidiado, y vemos en él a un músico jovencísimo que cuenta que solo puede dormir si sabe que su chelo está a salvo a su lado. Un chelo como el que, ahora mudo y solo, hacía sonar Amanda.
Estamos los tres, mis padres y yo, solos en esta casa que llama con fuerza a mi madre tan pronto como abre la primavera y van quedando atrás las noches oscuras del invierno. La casa que fue primero de sus padres y después suya, refugio y meta una vez finalizado su destierro madrileño, ajena ahora la casa propia de ahí enfrente, la que hicieron en parte mis padres con sus propias manos. Aunque de eso quizás diga algo más adelante.
Han querido venir esta semana santa con la excusa -no sé si consciente- de que la casa esté abierta por si quieren venir los chicos. Y entramos así, y cada vez ocurre con más frecuencia, en un bucle que no me atreveré a calificar más que de cansino: abierta la casa, y aunque a regañadientes como en esta ocasión, los chicos -es decir, mis hermanos- se ven obligados a venir. Y si no se quedan, como sería su gusto -el de mi madre: su casa, sus chicos- según el plan que urdió en su cabeza, la ilusión acaba trocándose en disgusto.
Nada de extraordinario, por otra parte, salvo que María, mi madre, ha cumplido ya los ochenta y ocho, y ahora mismo, mientras escribo, anda entrando y saliendo a los patios, riega las plantas (ya lo hizo ayer, y anteayer), pone la sartén y empieza a freír el champiñón que estuvo limpiando mientras en la tele desfilaban, una tras otra, las procesiones de esta España nuestra que ya dudo que sea algún día el Estado no confesional que su Constitución predica. Aunque todo eso, y limpiar el polvo y barrer los patios y subir a las cámaras, es no más que un espejismo. Ya no pueden quedarse solos. De ahí que esté yo. Que estemos los tres. Por eso, y porque no pienso negarles aquello que pueda hacerlos un poco más felices.
Por eso el sol en el patio ahora. Y el silencio. Un momento propicio para empezar a escribir estas que, aun viniendo de la memoria, no son memorias y me vienen rondando demasiados años ya por la cabeza. Propicio para poner en el papel y en orden una gavilla de recuerdos, y de pensamientos atados a esos recuerdos, y reflexiones que vienen del tiempo de la infancia y a la infancia me devuelven.
Dónde mejor que en la casa que mis abuelos maternos, Pedro y Gloria, terminaron de levantar en 1927.
¿Y por qué no ahora, a la luz limpia de la tarde de este sábado de abril que en la liturgia romana llamaron siempre de gloria?

sábado, 1 de julio de 2017

cinco



In questa notte nuda di parole
come un angelo cancelli il mio dolore
nella grazia tremante del tuo sguardo.
Anche se questo esilio mi apparterrà per sempre
la tua dolcezza è un’anima,
un lampo acceso nel destino,
una carezza deposta nel mio cuore
più forte del vento solitario
che vi respira dentro.
Lo so che un’ombra ci separa,
che questa luce è fragile
come certi lucignoli che scuote
la brezza leggera d’autunno,
ma il tuo sorriso forse l’ha scritto Dio
nel mio destino.

(Roberto Carifi, en Amore d’autunno, 1999)

domingo, 25 de junio de 2017

rap


Hay otra maneras de celebrar la noche de San Juan,
y diálogos más fecundos entre moros y cristianos.
Sin ir más lejos -aunque lejos quede- esta rareza bonaerense que ponen en común
argentinos, alemanes, griegos y franceses.
En la que han participado, cuentan, unas cuarenta mil personas.
Con, incluido, un rap de los sofistas.

miércoles, 24 de mayo de 2017

domus


Domus en Amazon

Los 2 más, que son efectivamente los que más,
Betsabé Alhambra
Paco Morata

domingo, 21 de mayo de 2017

Ronda del sí

Y ahora digo sí, sin más ni más,
como otros dicen no por si las moscas,
digo sí porque sí, por voluntad,
porque en el no se ufana la renuncia,
el canto de los cuervos, la estepa hospitalaria,
tanta calma que no hace travesía,
en el charco del no toso, me empapo,
estancado el afán, los remos rotos,
espectador de un alto en el camino
que ya se ensimismó más de la cuenta,
cuando impaciente el sí baraja ya sus cartas,
su brusco germinar, su aliento navegante,
un signo, una señal, un cuerpo acaso,
siluetas a lo lejos, hogueras en el bosque,
la sombra de un paisaje que soñé,
mientras el no me invita a especular,
a calcular la ausencia de mis pasos,
la inmóvil rotación de mis razones,
pero he aquí que el sí da un paso al frente
y de pronto es ya tarde y menos mal
que el pie ya desertó de su pereza
y sopla el viento y voy, a la estampida,
carretera adelante, desbocado,
digo sí porque el sí es la luz primera,
la espontánea eclosión, el resplandor,
callo el no porque el no seca mi cauce,
digo sí porque el sí me desemboca.

(Eduardo García, en Duermevela, 2014)

sábado, 20 de mayo de 2017

dar los días

Si te parece, podíamos ir a darle los días al tío León. Así la propuesta de mi abuelo, si era fiesta o domingo, o los hombres estaban de temporal, para que le acompañara a felicitar por su cumpleaños al amigo o familiar que ese día los cumpliera. Aunque más que cumplirlos, como ahora, por entonces los años se hacían.
El tiempo, también el biográfico, tenía otra medida y otro tempo, quizás entre lento y moderato. La pregunta por la edad no se traducía en años, y tampoco se inquiría por el cuánto. Era más importante el qué, ya fuera el qué de qué años, ya fuera el de qué tiempo. ¿Y qué tiempo dices que tiene? Anda, pues tu chica y mi chico son de un tiempo. ¡Y qué me vas decir, claro que tiene ya tiempo como para sentar la cabeza!
Aquel día de temporal, los chicos sin escuela, hacía los años el tío León. Seguro que mucho más jóvenes él y mi abuelo entonces de lo que yo ahora, pero con esas hechuras de hombres sin edad como eran todos los mayores. No hay más que ver las fotos, todas en blanco y negro, todas encima de la banca, hombres y mujeres de no más de cuarenta y ya ancianos. Tan corta la esperanza de vida que entonces ni se llevaba.
Del tío León me impresionaban el nombre y el porte, y que fuera su hija aquella novia que tuvo Nemesio, tan de buena planta que el par de dos que formábamos Antonio el primo y aquí el servidor de ustedes la apodamos, más por hacer rabiar que por celebrar su lozanía, la mula torda. Y cuando a la tarde, vueltos del campo y limpios mis dos tíos se iban a hablar con las novias a la puerta de la casa de ellas -si pasaban (sí, ya pasa) era otra, y más en firme, la relación- los dos primos nos apostábamos en la esquina de la calle del tío León para enrabietar al más pequeño de los tíos voceando como tontos aquella tonta letanía: ¡la mula torda, la mula torda! Sin parar hasta que un Nemesio harto dejaba el enamoramiento para correr detrás de nosotros con la correa en la mano.
No sé en qué modo influiría, si es que influyó, aquella tabarra que se repetía un día sí y otro también, y algún azotazo que otro y más que merecido, en que Antonio aborreciera las películas donde aparecían mujeres. Yo de mayor, decía, quiero ser detective, que los detectives no se casan. Y algún edipo le rondaba, porque eran legendarios sus berrinches si en alguna boda -que otra ocasión no había- veía a su madre, mi tía Rosa, bailar con alguno. Un berrinche que nunca venía solo sino arropado de algún que otro vocablo de los que pasaban por malsonantes, que proverbial era también su mala lengua. Ya contaré, ya, y espero que no se me olviden, un par de sucedidos que bien que lo retratan.
A saber si aquel día vino también mi primo a dar los días al amigo del abuelo que los domingos por la tarde y sin faltar uno se encerraba con los otros dos o tres de más apego en lo que hoy es la habitación oscura, donde la banca, con unos puñados de cacahuetes y un zurra. Decían que para echar una brisca, pero yo sé qué allí se sentían libres para hablar de lo que no se podía al aire libre. Muchos anochecidos, aunque no fuera domingo y si no tenía academia, se dejaba caer por la casa el maestro de la música. Hablaban moniquito en la cocinilla donde la radio.
Aquella radio que recibí como una herencia y en la que no cantaba Manolo Escobar. Y mira lo que te digo, mocetón, a ver si tú sabes lo que pasa, que en la radio de la tía Fidela sale Manolo Escobar, y en esta nuestra no se oye más que la Pirenaica. Mi abuela algo se barruntaba, pero nunca encontró explicación a diferencia de onda tan grande y particular. Tampoco Pedro se tomó nunca interés en aclarárselo, que a lo mejor seguía en el enfado de cuando su mujer, a la primera ocasión que tuvo de votar, votó a las derechas. Si es que nos lo veíamos venir, y pasó lo que tenía que pasar, contaba mi abuelo de aquella conquista del voto femenino.
A lo que íbamos, que a las felicitaciones llegamos y cumplimos. Siempre la misma fórmula, un auténtico rito que aún hoy me complazco en repetir, que cumplas muchos con salud, y la misma respuesta siempre, parte irrenunciable del ritual. Y el tío León: gracias, Pedro y compañía, y tú que lo veas.
Tengo fotos de mi abuelo recién salido de la cárcel. Envejecido y enjuto, como enteco. Tanto, que en los años que siguieron no hizo más que rejuvenecer. De semblante y de humor, y aun de amor, de tarde en tarde ese punto de tristeza y nostalgia en la mirada. Juro que los vi.


** A mi Paulita, que hoy hace los años,
con el deseo de que cumpla muchos con salud 

viernes, 19 de mayo de 2017

genealogía

Podría ahora,
mientras un hombre duerme aquí a mi orilla
remontarme por el río de la sangre
hasta la piedra primera de mi especie,
hasta el vértigo inicial de una mujer ceñida
por los signos, apenas descifrables,
que fueron roturados en su cuerpo.
Mi madre, y la suya, y la suya de la suya,
se agachan despacio y miran en silencio,
se acuclillan despacio.
La mujer que es primera de mi genealogía
calienta en su entraña aquello que rezumo:
la tintura más roja de la sangre,
el ocre de la piel sobre sí vuelta
hasta alargar las manos y el deseo,
ese blanco sin adjetivos de las lágrimas
o la leche que nace por sí sola.
La palabra es una excrecencia más tardía,
no nos ha sido dada por igual,
ni siquiera en mi origen más cercano
se encuentra el don de hablar y conjurar la muerte.
Por eso estoy condenada a nombrarlas a todas.


(María Ángeles Pérez López, 1997)

lunes, 1 de mayo de 2017

mayos

No hace siquiera unas semanas que me mandaron un video. Ingenioso, voluntariamente naïf, desenfadado, que buscaba promocionar el comercio local. Déjate los cuartos aquí, era el ritornello de la canción y su estribillo. Y el objetivo confeso de la iniciativa. La estrella, y sin tener ni siquiera que mejorar lo presente, la Lupi. Hija de Lupicinio -y sobrina por tanto de aquel José molinero y madridista- y mujer de Santos, que en paz descanse.
A mi, desde luego, no me ha extrañado, que la recuerdo bien a la Lupi de alguna noche de mayos, y no hay mujer más alegre y bien dispuesta para zambras y alboroques. Ni tampoco la hay más trabajadora, no vayamos a confundirnos. Y si no la hay en mujer, en hombre sí: Santos, su marido, hombre bueno y socarrón, divertido, sosegado. Con su violín y la guitara de Salvador, y Nemesio al acordeón, formaban una cuadrilla que se bastaba sola para cantarle los mayos a las mozas, más jóvenes o más mayores, tanto da, en esa noche de abril donde tenías licencia para desafinar y hasta para trabucarte en las letras, que tanto daba, de abril, si cumplido o florido. El caso era de alegraros mozas, que mayo ha venido.
Casi siempre se añadía Demetrio padre a la cuadrilla, que también le iba la juerga, y cantaba con aires de emoción, y casi siempre de falsete pero con mucha dedicación y entrega, como si aquello fuera oficio, y no diversión. Y a veces, aunque menos, Virgilio se atrevía a llevar el ritmo con su percusión especial de alpargata y bote. Farándula al completo a la que se arrimaba algún pariente, más bien por hacer bulto y pasar el rato, como yo. También vino un año la tía Emilia.
Y así de casa en casa y de zurra en zurra -en algunas con su puñado de alcahuetes- y cada vez con más licencia para que Santos se apañara con dos o tres notas, que falta no le hacían más. Pero la que sobresalía era la Lupi, sin desentonar en lo que duraba la ronda por aquellas casas de fachadas de blanco inmaculado en las que, de cuando en cuando, brotaban unos tiestos de factura más bien tosca dibujados a brochazos, azules del azulete que los quintos le habían quitado a sus madres. Y más de una madre agarró más de un sofoco, por el tiesto pintado sí, que no por el azulete, y se le empezaba a atragantar en el galillo el pretendiente de su hija, tan pinturero, que aunque le dieras otra mano de cal, o dos, no acababa de desaparecer del todo el espantajo. Y para pretender no hace falta arruinar el blanqueao. ¡Si será tiparraco!
Yo, madridista convencido por parte de aquella Telefunken de pantalla redonda y gris, nunca fui quinto. Tampoco falangista, a ver qué vais a pensar. Ni pretendí, sin edad para aquello. Cuando la tuve, fue ya otra historia, y no fui a la mili. Tampoco tuve novia, según mi madre, que se enteró de aquello el día que dije que me iba a casar.
Entonces, y mientras hubo mili, los mozos se libraban por ser hijos de viuda o cortos de talla, por tener los pies planos o ser estrechos de pecho y cosas parecidas. También podían salir excedentes de cupo en el sorteo. Mi padre se libró porque era el único varón de la casa y, se supone, el sustento de su padre y una hermana soltera, los dos a su cargo. Lo mio fue por la vista, y me declararon, para disgusto de mi madre, inútil total. Como a Maxi, que lo operaron de desprendimiento de retina. Julio, el pequeño, fue objetor, de aquellos que se decían de conciencia. Así que, en mi familia, jurar, lo que se dice jurar, ni la bandera.
No fui quinto, pero digo yo que tendré quinta. Lo digo porque recibió mi hermano el otro día una carta convidándole a una misa y una cena con karaoke después por ser de uno de los de su quinta. Y ya he dicho que se libró, como yo, aunque a él ya no le dijeron por escrito lo de inútil. Y el convite, de pago, como es de razón. Para mí que no va a ir.
Para afición, la de Pepe, que ni loco se pierde unos mayos, y se pasa la noche entera tocando y cantando y bebiendo -y comiendo, que donde vaya Pepe Valverde no ha de faltar- en los de Villanueva de los Infantes. Que son unos mayos diferentes, con una entonación y unas letras no muy al uso. Y que se engalanan con las cruces.
Estas tierras nuestras son muy de celebrarlos, y en Pedro Muñoz sin ir más lejos se celebra con éxito la fiesta del Mayo manchego, que no sé por qué se quiere ahora nacionalizar. Y hasta La Almarcha me llegué un día, de la mano de Parrilla, porque unos alumnos míos del Tirso que tenían un grupo folk recogían letras perdidas por los pueblos. De mayo también las flores, a porfía. 
Y el Primero de Mayo.

martes, 18 de abril de 2017

gloria

Si me paro a pensar, he vivido siempre -y aún hoy- rodeado de Glorias, y eso a sabiendas de que no hay gloria alguna que me esté destinada. Ya tuve una hermana Gloria, de vida cortísima y dicen que alegría sola, tan monillo yo que no tengo de ella recuerdo alguno. Y Gloria fue esa abuela a la que todavía puedo ver sentada a la puerta del patio, el moño bien hecho y de tocado siempre su pañuelo, de negro las más de las veces aunque no fuera luto. Y hay en mi vida Glorias que son mis primas, hermanas unas y primas segundas y hasta terceras otras, y no son pocas. Y una cuñada, Gloria, que se afana en sanar a sus iguales allá en tierras del Ecuador. Hasta una tuve, talaverana, trabajando conmigo un tiempo codo a codo.
Hace un par de días hablé y escribí de cuando nació una bien cercana, Mariagloria, que me viene siempre a la memoria el dicho de su poco peso al venir al mundo y, a la vez, la imagen de un patio en obras. Y hace algo más contaba de su madre que estaba grave y mal: la Gloria que ayer nos dijo adiós. A la que hoy nos disponemos a despedir.
Y cuando ayer Nuncy, la mayor, me daba la noticia, una sola cosa había que no conseguí apartar desde entonces de mi cabeza. Porque si hay personas de las que nunca nadie dirá nada, porque nunca han dado un ruido, porque han pasado su vida en silencio -tan callando- y resignadas, siempre en segundo plano, como desenfocadas allá al fondo de la foto, si las hay, digo, la tía Gloria es una de ellas.
A estas horas se prepara para hacer su último viaje al pueblo que la vio nacer, madrileña como tantas a la fuerza. Como tantas por querer para sus hijas una vida mejor. La que a ella injustamente, como a tantas, le negaron. Y si hubiera de confesarnos algo hoy, concluso su pasar por este mundo, cerrado su destino, seguro estoy de que, más que haber vivido, nos diría que ha sufrido. Sobre todo cuando este tramo final de su tiempo se le llenó de muerte y de dolor y perdió en unos meses a tres hermanos, y pesó más el dolor que la alegría del biznieto y la salud recuperada del nieto grande que le regaló un día, valiente, su Isabel.
Le ha venido la muerte como transcurrió su vida, tan callando. Y hoy la lloraremos en silencio y yo recordaré sus ojos. Esa marca clara, nitida y precisa, que no mentía, y que distinguía y definía por igual a sus hermanos, inconfundibles esos ojos que mantendrá bien abiertos esa hermana que los sobrevive. Y ojalá que sea por muchos años, porque en los suyos los seguiremos reconociendo.
A ella, y a mi madre -que pierde otro pedazo de su alma, tan seguidos- las tendré esta tarde bien presentes. Mientras los creyentes rezan por que el dios de la tía Gloria la acoja en la suya. Sabiendo que no dará una mala noche, ni una queja, y que será el silencio -¡qué le vamos a hacer!- su eternidad.

domingo, 16 de abril de 2017

felipe

Ayer fue otra vez sábado santo, razones de un calendario que mira a la luna más que a los relojes. Y hoy me entero de que ayer murió Felipe, de vuelta a casa con su moto. Y Tomi, y después Pepe, comparten su tristeza con la mía. ¡Vaya racha!, nos decimos, y recordamos. Tantos años, y nos tuvo que convocar el azar para, sin saberlo, darnos un último abrazo. 
No habrá ya más, compañero, el más inteligente tú de entre nosotros.

domingo, 9 de abril de 2017

otro sábado

Los sábados tienen, de antiguo, su puntito. Y no precisamente por la camisa blanca, largo tiempo en desuso, ni por el seguro solaz que dice el dicho. El sábado es más bien día de espera y anticipación, ahora de asueto pero antaño tan laborable como el que más, si es que el tiempo lo permitía.
Este de gloria es un sábado que me retrotrae a otro, de gloria igualmente pero yo no chico, de aquel año del siglo pasado que resultó inaugural por tantas cosas. Otra semana santa, otro abril, pero esta vez de 1977. Aquel año en que los españoles, de nuevo ciudadanos, volvimos a votar.
Lo recuerdo cada vez que paso frente a la casa cuyas puertas habíamos decidido abrir aquel día de par en par no sin las dudas de muchos, la oposición de algunos y los temores de casi todos. Los bajos de aquella casa, en la carretera y muy cerca del Ayuntamiento y de la iglesia -toda una declaración de intenciones- iban a convertirse aquella tarde en la sede del Partido Comunista. Media docena de sillas y una mesa, un par de carteles (Dolores y Santiago, y puede que uno también de Marcelino publicitando las Comisiones Obreras) y un puñado de hombres y de mujeres esperando la llegada del sargento de la Guardia Civil. También una barra mediada en la pared del fondo, recuerdo de su pasado como local destinado a bar.
Llegó el sargento (‘buenas tardes, ¿qué hacen ustedes?’, ‘pues ya ve, de cumpleaños, celebrándolo’, ¿y esos carteles?, ‘nuestros, de unos amigos’, ‘ya veo, ya, pues dentro de una hora vuelvo y espero que no estén aquí… y si hace falta traeré la fuerza’), y, antes de que volviera de nuevo, la noticia de la legalización del Partido: Jose, entonces una chiquilla de cara triste y dulce, muy guapa, nieta del que había sido el último alcalde socialista de la República, nos la lloró nerviosa y alborozada. Están diciendo en la televisión que han legalizado el Partido.
El azar, tan amigo y aliado de la necesidad que son ya una y la misma cosa, había obrado aquel acontecimiento. Ni siquiera José Luis, entonces del Comité Central de la clandestinidad, conocía la fecha elegida. Y así nos juntamos, al azar, en una semana santa como la de ahora, los que vivieron en el silencio forzado de los vencidos sin perder en sus ojos el brillo de la esperanza y los que, más jóvenes y más audaces, habíamos tomado partido por la política ‘de puertas abiertas’ y habíamos optado por salir a la luz, por imponer nuestra presencia para que nunca más se pudiera esconder. Cosa que era bien distinta en el inmenso anonimato de Madrid.
A la tarde esperé en la AISA -el coche de Madrid será siempre la Isa- a la tía monja. Aquella que lo era por haber hecho promesa de vestir los hábitos si su padre -mi abuelo- se salvaba del pelotón de fusilamiento. La que se hizo forastera y ya nunca volvió más que de visita.
Pero no es esto lo que ahora quiero contar. Ni el cómo la casa de Nicolasa la Dura -Duro era de apellido- llegó a ser, después de bar, sede del PCE de mi pueblo, ni cómo aquel domingo del cristo resucitado celebramos públicamente esa otra buena nueva del fin de la clandestinidad de un partido al que no pudieron aniquilar por más que asesinaron a miles de los suyos, ni cómo me entrevisté aquella mañana, Apolonio de testigo, con el alcalde de entonces, aturdido él y desorientado -‘tendré que llamar al gobernador’, decía- para anunciarle que esa tarde haríamos una fiesta a la que estaba invitado. No, no son este tipo de recuerdos. Si acaso, como el lector podrá colegir, será el azar el que explique cuánto azar hay en la vida de un chico de pueblo que quiso siempre entender el mundo y que un día, además, creyó que podría cambiarlo.
Claro que, por no dejar al lector a medias y que a servidor se le reproche, tendré que decir que la fiesta se hizo, y celebramos en un local repleto que la vida empezaba de nuevo. La espera había sido larga, y el dolor tanto y tan grande que no se podía medir. Pero allí estábamos, en pie. Derrotados, pero no vencidos.
El sargento de la Guardia Civil no vino. El alcalde tampoco.

domingo, 19 de marzo de 2017

arrempujar

Mi padre emplea de siempre unas expresiones particulares que han ido haciéndose, con el tiempo, santo y seña de su decir. Inconfundible su ¡alto al ambo!, la enseña más alta de su admiración por un suceso, un dicho, una cualidad o una persona. Y no vale valeres. Que es otra de esas de las suyas que tan certeramente lo caracterizan.
Si ustedes oyen alguno de estos dos giros, no lo duden. Es mi padre, Julio Rojas, que le aplicaron de mote el segundo de sus apellidos, vaya usted a saber por qué. Aunque hay en su habla habitual unos cuantos decires más, digamos que más ordinarios, y especialmente los que traducen un cierto aire autoritario, y no se hable más, que lo retratan igualmente. Sobre todo cuando no le gusta la deriva que va tomando una conversación o si le contradices cuando él, como es su costumbre, piensa que lleva toda la razón. Y así sucesivamente, que confiesen conmigo que es dicho más propio de aparecer escrito.
Y no digamos ya de la especial semántica que aplica de continuo en su conversación. Así cuando traduce como extorsión -sí, eso mismo que están leyendo- lo que no es sino percance o contratiempo. -Hace unos años -le dice a la otorrino- tuve una extorsión que me afectó al oído derecho. Y la mujer me mira, y con los ojos le pido compresión, y me entiende. En ese caso, la tal extorsión fue un forúnculo que según él le fue privando de la audición.
Una extorsión es como un chantaje, le digo a mi madre esta mañana, y mi madre se ríe y no para. Le está contando a su nieta de cuando tuvo su enésima extorsión, que se cayó de la bicicleta y tuvo que dormir tres meses en tablas, y desde entonces le empezó esto de andar con dificultad, que piensa él que no acabó de curar del todo. Y todavía no tenía los treinta, así que imagínate. Y no vale valeres.
Anda encorvado, y le flojean las piernas, que ya casi no lo sostienen. Y como ha perdido fuerza en los brazos, ha ido dejando de usar el andador, ese que es también asiento si le pones el freno para que no se mueva. Silla de ruedas no quiere, que digo yo que es cosa sicológica.
Es ahora su andar un andar pausado y lento, más que ese de los fotogramas de cine a cámara lenta. Fatiga da con solo verlo, y ver el esfuerzo que necesita un paso, y luego otro, y otro más. Hasta el tiempo parece que se detenga para ponerse a su compás. Como para que viniera ahora un torete de cinco años, que es, era, otro de sus dichos favoritos cuando no andábamos diligentes.
Lo suyo con el lenguaje es de suyo curioso. Tal su afán por corregirnos a nosotros, sus hijos, de pequeños. Que memoria guardo de una corrección en forma de sopapo o pescozón -ya no recuerdo la modalidad- por mi entusiasmo en narrar los prolegómenos de una tarde de cine, apretones a la entrada, en que los chicos arrempujaban. Y a cada arrempujón que yo decía, sopapo él, o pescozón, que me ganaba. Empujar, se dice empujar. Para cuando llegó la corrección paterna, mi cara un tomate.
Como es natural. Otra de sus muletillas. Esta, para comenzar la frase en que, como de pasada y como quien no quiere la cosa, reafirma ya de entrada su autoridad. A veces la pronuncia al final de la frase. Y así redondea lo dicho. No hay equívoco posible. Ni quien se atreva a llevarle la contraria, las cosas como son.
Lo cierto y verdad es que el elenco y variedad de la particular prosa hablada de mi progenitor es amplio. Y ampliándose está con la edad, máxime cuando le da por ponerse ya sea místico, ya solemne. Los derroteros apuntan entonces al surrealismo más depurado, sin que de nada sirvan diccionarios de dudas y dificultades. Ni siquiera alcanzan los de seudónimos, escasos por igual el María Moliner y el del amigo Manuel Seco.
Cosa que sucede, y con frecuencia creciente, en la más doméstica de sus locuciones. Si le oyes decir tráeme uno de colores sabrás que quiere un flan de postre, y un yogur si lo que pide es uno de esos corrientes. Y es que lo de mi padre es pura creación. ¿Acaso no decíamos que la maravilla del lenguaje humano y la propiedad más preciada de la doble articulación es esa capacidad de producir con un repertorio tasado de fonemas un número infinito de mensajes?
Y dio la fatalidad de que al consultar el diccionario estaba allí: Arrempujar 1.tr. desus. empujar. U. c. vulg.

viernes, 17 de febrero de 2017

valor y precio

El valor de una sentencia


Que nadie se llame a engaño. No escribo para defender a EQUO ni para justificar su voto, que ellos ya sabrán lo que hacen y cómo rinden cuentas ante sus votantes y los vecinos.
Escribo porque estoy avergonzado de que mis compañeros de partido no hayan apoyado con su acción y con su voto la petición de una trabajadora municipal de que se le reconozcan y apliquen derechos que le han sido ya reconocidos en una sentencia judicial firme.
Escribo porque me indigna que un equipo de gobierno municipal que se apellida socialista se afane en buscar culpables y achacar responsabilidades a terceros sin asumir la suya propia. Que no es otra que la de acatar, y ejecutar sin demora, esa sentencia. Y aplicar, como se debe hacer en democracia, los acuerdos de un Pleno aprobados por mayoría. Aunque no gusten, o incomoden. Y sin subterfugios.
Escribo porque vengo de asistir a un acto de recuerdo y homenaje a los abogados laboralistas asesinados en aquel despacho de la madrileña calle de Atocha cuando se cumplen ahora los cuarenta años de aquella infamia.
La defensa de los trabajadores -y la exigencia de que les sean reconocidos todos sus derechos, incluidos los salariales- está en el ADN de la izquierda sin apellidos. De la izquierda política, y de la sindical, de lo que antaño conocíamos como movimiento obrero, que en esa defensa tiene su origen y nacimiento. Y si le queremos poner apellidos, el de socialista fue el primero.
Y es verdad que, siendo un Ayuntamiento también empleador, está obligado igualmente a defender el interés de todos los vecinos ante reclamaciones laborales que puedan ser desmesuradas o impropias. Y si eso sucede y no se da el acuerdo en la negociación, es lo suyo acudir a los tribunales.
Pero no es este el caso, porque la cuestión a la que me refiero, esa que dicen que tiene atascados los Presupuestos y que viene de los tiempos de aquel gobierno infausto que fue el de la coalición PP+CxA, ha sido juzgada y fallada, y la sentencia es firme y sin posible recurso. Una sentencia que, no por casualidad, le quitó la razón a aquel infausto gobierno y reconoció como buenos los argumentos de UGT, a los que en su momento se adhirió también CC.OO.
No voy a entrar en otros detalles, y no porque no sean cuanto menos llamativos, pero hay saber más que suficiente en la Corporación y entre sus técnicos como para no ignorar que no cabe negociar lo que ya ha sido sentenciado -y más si lo reclaman los afectados- salvo el modo mejor para su cumplimiento, y que cada día que pase más grande será el coste para el Ayuntamiento. Un coste económico, y también social y político para el partido en que el gobierno se sustenta, que no pagarán los concejales y la alcaldesa sino todos los ciudadanos.
Me consta además, por experiencia propia, que de esos técnicos los hay, y muy competentes, y saben perfectamente cómo cuadrar unos Presupuestos para que se aprueben sin déficit inicial, como exige la ley.
En fin, que en tiempos como los que vivimos, en que las más de las veces la esperanza de reconocimiento y reparación se reduce al buen oficio de los buenos jueces, y en especial los de los Juzgados de lo Social, mal favor a la causa del socialismo es el buscarle las vueltas al cumplimiento diligente de sus sentencias. Y en un momento de ofensiva descarada de las derechas y los poderes económicos contra los trabajadores y sus organizaciones sindicales, peor aún.
Porque por alto que sea el precio de aplicar una sentencia, es infinitamente mayor su valor, que en muchas ocasiones es el respeto mismo a la dignidad del trabajo y de los trabajadores y las trabajadoras. Y como no encuentro razones donde no las puede haber, y sabiendo que, de recibir algo, no serán precisamente explicaciones, levanto la voz y escribo.
Cuando esto escribo no hace ni siquiera dos horas que he vuelto a oír al único superviviente ya de aquellos asesinatos de enero de 1977. Acaba siempre sus intervenciones diciéndonos, con el poeta, que 'si el eco de su voz se debilita, pereceremos'. Pues bien: yo no quiero que el de la mía se anquilose hasta ser solo silencio. Ni contribuir callando al deterioro de la política y al descrédito creciente del partido en el que milito.
Quizás todavía sea tiempo para compartir con mis compañeros de partido ahora en las tareas de gobierno municipal que el único rodeo que no admite el socialismo es el que nos lleva directamente a hacer nuestros los comportamientos de la derecha. Y no precisamente los mejores.

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