sábado, 31 de diciembre de 2016

cierre

El mal poema

En ciertos momentos
resulta útil llevar en el bolso un buen poema malo
malo o a todas luces mejorable, con indicios suficientes
-un lugar común, rimas facilonas, adverbios de emergencia-
para sospechar de él:
un poema, propio o ajeno, posiblemente malo.
Un poema de almanaque, prefabricado, auxiliar,
con estrofas de fieltro y sin salida
que amontonan palabras manoseadas
como mujeres, árbol, lunas,
memoria, tristumbre, refectorio.
Un poema que parezca una poesía,
una carta de soldado, un chicle pegado a una carpeta,
un ripio catedrático, el tango de un progresista,
falso, previsible, desafinado,
que escondo y uso a solas
como un pedazo esculpido de látex.
Un texto de una noche,
que se pierda, que se pudra, que caduque,
un poema de papel
donde poder limpiarme las lágrimas,
las gafas, la cicatriz, el semen.
Palabras de amor donde el amor no quepa.
Este poema
u otro,
uno cualquiera,
de bote, temporero, de pared,
vital y fucsia como todos los poemas malos,
urbano y quejumbroso como todos los poemas malos,
malo como todos los poemas que ganan un certamen.
Pero práctico y de efectos inmediatos,
plegable y extensivo,
sobre el que sentarme a merendar en la era
o guarecerme de la nube que descarga de improviso.
Un poema feo, gastado, utilitario,
lima, abanico, naipe, encendedor,
una rampa, una navaja, un pasamanos.
Un poema
color carne
con que embridarme el pecho esta mañana
donde curar con sal aceitunas negras
y lavar a mi padre cuando ya no se valga.

(Carmen Camacho)

jueves, 29 de diciembre de 2016

niebla y luz

foto de Miguel Calatayud
La niebla está ahí, y las figuras de la comparsa. El sortilegio, la belleza fugaz y eterna del momento, lo pone solo quien es capaz de ver la luz. Y ese es el artista, que nos la regala para que nos emborrachemos de hermosura. Para que se haga un claro en la niebla y a través de él nos vaya llegando un año sereno.
Para que entre la luz que disipa la tiniebla. La ha visto Miguel, Calata. Un grande.
Gracias, amigo. Y venturoso 2017.

martes, 27 de diciembre de 2016

lo duz

Arroz con duz. Gachas de duz. Con lo que le gustaba a ella el duz, y desde que le sacaron azúcar ya no lo puede ni catar, se queja la vecina hablando de su madre. Barren la acera y riegan la calle, su trozo cada una, y a lo que se ve -y se oye- no parecen dispuestas a renunciar a las costumbres que un día marcaron a fuego el carácter y la vida de nuestras gentes.
Un carácter, y una vida, hechos de ese material inasible en que consisten por igual los sueños y las palabras, como de acero invisible duro a la par que maleable. Y así, la madre de la vecina puede que fuera diabética por galga, o galguza, si lo suyo era cosa contumaz en los azúcares. Pero mientras alguna vez que otra puedes todavía oír hablar de galgo sin ser can ni podenco, lo que han acabado por desterrar del habla -de la boca no- es el duz. O lo duz, más propiamente hablando.
Me da que no tiene remedio, aunque sea palabra noble donde las haya, y bien presente en las novelerías. Una pena, porque no hay punto de comparación entre dulce y duz, más sustantivo y consistente este, y su esencia de aquel si me apuras.
Lo duz es la propiedad básica del dulce, su sustancia. Y lo digo en aquel sentido griego, y filosófico, del término, que viene a querer significar lo que está debajo, en lo que consiste su ser y su riqueza. Vamos, que si ves a uno que no distingue entre arroz con leche y arroz con duz, di conmigo que no es de los nuestros ni sabe lo que se ha perdido.
Viene muy a cuento esto si estamos, como lo estamos, en plenas navidades, largas como el plural indica y sin que afloje el lazo que las ata fuerte a los consumos de turrones, polvorón y mantecados, entre otras galguerías. Productos que han perdido, por presentes en estaciones sin frío, parte de su aquel y de su magia. Que en pleno agosto he visto rebajas de turrón en el super.
Antes, y quien lo hubiera, un perrillo de mazapán, una figurita, y algún mantecado casero. Si acaso, y escaso, un poco de turrón -del duro, como debe ser, que lo contrario es una afrenta, como tantas otras novedades de la modernidad. Un turrón blando -¿del duro, o del blando?, preguntan hoy- es, con perdón, un sinsentido. Casi una aberración.
Mis recuerdos están más en el arrope -con sus letuarios- y la mistela, en las gachas de mostillo. La coñac, ni antes -por chico- ni ahora, que me sigue raspando la garganta, ni sola ni en solisombra. También presentes las peladillas y los piñones blancos, y algún anisete. El de La Asturiana, aunque facturado en Quintanar, especial para una palomita.
Pregunto, y ya casi no me saben responder, pero a la mesa una gallina. O un pollo. Decir, como ahora se escucha, que de corral hubiera sido una redundancia y de las obvias. ¿De qué va a ser sino de corral el pollo o la gallina? El milagro del desarrollismo que señaló la hora en que todos los españoles -y cuidado con el todos- pudieran comer pollo sin tener corral tendría lugar andando el tiempo y no deprisa.
Y tampoco es que hubiera entonces mucha navidad. Las dos noches, con su misa del gallo una, la de más devoción y de cenar en familia, y la de cabo de año la otra, que era noche de juntar los mozos. Mozos, claro está, sin mozas, que la noche es larga. Y los reyes, y pare usted de contar.
Puede que hubiera más, pero la memoria no me alcanza. Eran días de aguinaldo y zambomba -las hacía el abuelo Pedro después de sobar bien la melecina del gorrino- y pandereta y villancicos. Un repertorio limitado pero eficaz, en el que no faltaba el hombre haciendo botas al que se le escapó la cuchilla y era, sí, entonces cuando aquel corte doloroso provocaba un estrépito de risas, guiño cómplice de chicos inocentes. Como tampoco caían en el olvido los peines de plata fina cabellos de oro, ni la burra cargada de chocolate rin rin. Que entre remiendo que me echo y remiendo que me quito, a Pedro el sobrino, entrado ya el nuevo siglo, le pusimos Monilillo.
Unos reyes me trajeron envuelta en celofán una naranja de gajos de caramelo que parecía guasintona, y una pistola con dos cañones, uno largo y el otro corto, recambiables. Y sigo viendo en la mesa de la cocina la botella de mistela y tres copas, y unos mantecados para sus majestades de oriente. A parte, el saquillo con pienso para las caballerías de sus majestades.
Mi madre dice de los mantecados que no los ha conocido mejores que los que hacía en el horno doña Ventura, mujer de don Bernardo el médico. El don del tratamiento, que no la mano para lo duz, le venía del marido.

jueves, 15 de diciembre de 2016

más luna

Para cualquier suceso, sea la que sea su naturaleza, mi padre emplea una frase: da la fatalidad… Y la fatalidad, que es la enemiga del azar aunque no le da mi padre ese significado, ha hecho que tenga que desmentir -aunque no lo borraré, no- lo que dejé escrito hace tan solo unos días.
          Nemesio ya no vive sino en nuestro corazón. Ni siquiera llegó a leer esa pieza que he llamado Escuela, que se la llevé impresa al hospital por que me dijera qué le parecía, y por que se entretuviese. Me la llevé pero no se la dí, que anduvo más bien adormilado el rato largo que pasé allí con él. Mañana se la doy, me dije. Pero no hubo mañana. No despertó ya del sueño en que lo sumió el vuelco de un corazón ya debilitado, vísperas de santa Lucía.
            Y un encadenarse de fatalidades, digamos que de las buenas, me hizo dar con mi amigo Juan, unos años mayor que yo y mejor su memoria del tiempo hermoso que la mía. Más de medio siglo ya que no hablábamos, y no es un decir. Niños los dos del barrio más pobre, se acuerda él del árbol grande a la entrada del patio de la ermita, un álamo negro -me dice- casi seguro, y que del tronco le salían unas mariposas tan grandes como la palma de la mano. O a lo mejor, siempre tan humilde, es que ya me puede la imaginación.
           A Juan lo quitaron de la escuela a los siete años. Mira tú, para que mi tío me enseñara las cosas del campo, que no encontraron un pretexto mejor. Y lo que sé es lo que aprendí ya por mi cuenta yendo a dar lección por las noches. Me lo cuenta con ese decir afable y tranquilo que le sé de siempre, hasta que a sus trece años -y mis diez- la vida nos separó, él al pueblo vecino y rival y a Madrid su amigo. Porque, y me lo dice con más orgullo propio que halago, aquel don Eugenio que fue nuestro maestro en la escuela, ay, de Santana un día sentenció que ya no me podía enseñar más, que me había enseñado todo lo que sabía.
         Cuando se fue a casar, y lo hizo con una mujer de belleza serena y ojos grandes elocuentes, pidió prestados unos cuadros para adorno de las paredes de la que iba a ser su casa. Ahora vive cerca de unas escuelas de verdad que se alzan en unas tierras que fueron de su padre y que a su padre le expropiaron por cuatro perras y de aquella manera. Escuelas que heredarían el nombre, que era el del barrio, pero no el corral, ni el retrete ni la estufa de esa otra la que fue testigo de más de una faena y de la encomienda de que les fuera explicando a los demás los misterios de la raíz cuadrada. Pero no pudieron nunca con nosotros, cuenta Juan. Nunca nos dimos por cachiporra.
           Fue al día siguiente cuando una luna llena rotunda y teñida del rojo dorado de un sol ya declinante se asomó, discreta, por encima de la tapia del cementerio. Como si también ella quisiera estar, allí con los más cercanos, en el adiós a Nemesio antes de levantarse hasta el firmamento, solemne ahora, y alumbrar con su luz las calles y los campos. Y allí también Juan, discretamente apartado, acompañando en el dolor con la mirada.
          Ya todos dicen cementerio, y se cuentan con los dedos de una mano los que aún pronuncian la palabra camposanto. Creo que ni los curas ya la usan. ¿Será que se ha perdido, al tiempo que la palabra, la memoria antigua de la muerte como inefable y sagrado?
        El cura que ha presidido el oficio de difuntos quería aparecer cercano. Mi tío lo respetaba, y de él ha dicho en su homilía que Nemesio trabajó por el bien de su pueblo, por la justicia social, por la paz. Me ha recordado, salvando ya los años, el elogio fúnebre de Manolo, al que nos arrancó antes una muerte aún más traicionera. Ni este ni el otro cura se atrevió a decir que el servicio a los demás, aun tan distintos de carácter los dos hermanos, podría quizás venirles a ambos de otra convicción y de otro compromiso. De otra fe, con perdón de los creyentes en una y otra doctrina: la de militantes de un comunismo sin más enemigos que la hipocresía, la explotación y el sectarismo.
            Ahora es María la superviviente de una gavilla de hermanos que poblaron ese tiempo que tan aprisa se aleja. Estuvo entera, casi los noventa, y aguantó un dolor que le ha ensanchado la herida, sin cerrar aún del todo, que le dejó la muerte de esa hermana monja que acabó por hacerse forastera.
            Ya con la niebla al caer, los besos de despedida. Y el eco de las últimas palabras. ¿Tú crees que podré aprender a tocar otra vez el acordeón?

martes, 13 de diciembre de 2016

niebla

Como si quisiera cubrirlo con su manto de gasa y así aliviarlo, la niebla acude en estos días a amortiguar el dolor, el mucho dolor que se aloja en mi corazón.
Ayer moría tranquilo, apagándose lento al ritmo en que menguaba su respiración, el último de mis tíos, Nemesio, el hermano pequeño que todavía le quedaba a mi madre. Ya no me contará más de la huerta, ni de sus tiempos sin escuela.
Hoy me escriben. Ha muerto Juanjo. Y no sé si podré perdonarme alguna vez esa visita que no he hecho, la llamada que esperará en vano.
Un año perro y cabrón.

lunes, 5 de diciembre de 2016

onestà e chiarezza


'En la política italiana no pierde nunca nadie. No ganan, pero nunca pierden... Los líderes del sistema político son siempre los mismos, que se intercambian los cargos pero no cambian el país... Yo he perdido, y asumo toda la responsabilidad de la derrota... He perdido, y la experiencia de mi gobierno acaba aquí.'

Aceptando la derrota -la diferencia de votos entre el no y el sí ha sido de casi seis millones en favor del primero- y actuando en consecuencia (se puede perder un referendum, pero no se puede perder el buen humor), Renzi anunciaba su dimisión con un discurso di grande onestà e chiarezza.
Ha apostado fuerte, y ha perdido. Ahora se va -senza rimorsi- y, además de felicitar por su victoria a los líderes del no (un campo alargado que va de D'Alema a Berlusconi, con Grillo y Salvini y sus neofascistas de la Lega Nord), les recuerda que ahora les corresponden oneri e onori -honores y obligaciones- y les llega el momento de la propuesta: tocca a chi ha vinto.
Él, il rottamatore que llegó con el propósito de desguazar los trastos viejos de la política italiana, no ha sobrevivido -por ahora: se va con un 40%- a su audacia, un tanto arrogante. Quería acabar con el excesivamente grande número de poltronas y, como reconocía anoche, quella che salta è la mia.
Ahora, el futuro del PD y de la socialdemocracia italiana se muestra tan incierto como el de los partidos homólogos de Alemania, Francia o España. ¡Quién nos iba a decir que, mientras tanto, nos queda Portugal!

Muchas lecciones ofrece el resultado del referendum, su propia convocatoria y la campaña misma, sus consecuencias, pero ninguna tan importante como la demostración de que los italianos han vuelto a recuperar la pasión por la política. La altísima participación es una lección para todos nosotros.
Ojalá y cunda.

domingo, 4 de diciembre de 2016

sábado, 3 de diciembre de 2016

una pizca, no más

Otra vuelta de tuerca

Me estoy muriendo un poco cada día,
una pizca, no más, una mota de polvo, unas escamas
horadando la encía, enturbiándome el iris, sedimentando al fondo del alvéolo,
no merece la pena, por tan poquita cosa, entregarse al fervor del paranoico,
vivir, a fin de cuentas, es un proceso irreversible,
respirar
pone en funcionamiento la alegría, despierta las pasiones,
pero enturbia la arteria a fuerza de insistir hora tras hora, quién
renunciaría a abrir, al despertar, los vastos ventanales
para que el sol nos colme, la luz nos alimente, el aire se abra paso en el pulmón,
aunque al fin nos escale la garganta la quemadura de un escalofrío,
las mantas, el termómetro, el paracetamol,
nadie puede
esquivar siempre el golpe, hoy, por ejemplo,
me cogió por sorpresa la franca hostilidad de una bombilla
fundida en el espejo, algo
tan mínimo y atroz que daban ganas de encerrarse a cal y canto
              y colgar un cartel de Se traspasa,
es cierto que nada hay más seguro que la final inclinación de todo afán 
       al desaliento,
pero esta tos, esta desesperanza,
este pájaro huérfano picoteando en la boca del estómago,
a qué negarlo, hoy
me he muerto un poco más que de costumbre,
la cuestión
es cómo hacer ahora, sin reparar en bajas,
para sobrevivirme.

(Eduardo García*, en Duermevela, 2014)

* el poeta, profesor de filosofía, murió en abril
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