miércoles, 19 de septiembre de 2012

santiago


Hubo un tiempo en que les llamábamos por su nombre de pila. No les hacían falta apellidos. Es el caso de Dolores, de Santiago. Fué, después, el de Felipe, ayudado quizás por la tradición. A Fraga, solo los más suyos le llamaban, casi siempre en público, don Manuel. Que la derecha ha sido, y vuelve a ser, pero que muy de apellidos.

Por aquel entonces el PCE no necesitaba ser nombrado por su nombre. Era, sencillamente, el Partido. Y no cabía confusión alguna. Y así era cuando me encontré con él, comunista sin carnet -como ahora, aunque entonces no los había- en aquel Madrid del 69, ya otro siglo, en aquella Universidad del 70 que ofrecía los servicios de capilla y comisaría de policía en el interior de cada una de sus Facultades.

Por aquel entonces se necesitaba pasar la prueba de la formación para ser admitido en el Partido, obviamente clandestino. Y yo siempre me he jactado de no haberlo hecho -quizás eso explique el resultado-, jactancia no ajena al hecho de que, por poner un caso, el entonces Responsable de Formación de Universidad (las mayúsculas ayudan a mostrar la relevancia del cargo) pasara de su pericia como alumno dilecto de Althusser a su obstinada pelea actual por no bajar puestos en el ranking de los comunicólogos al servicio de la derecha más rancia. Vivir para ver.

Por aquel entonces, la sola enunciación ¡Que pague Matesa! nos servía para no picar el bono del autobús que de Moncloa nos llevaba al Paraninfo, tibios ensayos de una incipiente desobediencia civil. Que se haría más áspera, y peligrosa, cuando se convirtió en denuncia del infausto juicio de Burgos, mi primer contacto en directo con la brutalidad mortífera de la dictadura y la no menos brutal de las porras de su policía, entonces los grises. Una docena de valientes unidades de esa policía me pegaron con sus 'defensas', uno a uno y por estricto orden -y obedeciendo las órdenes de aquel patético payaso al que llamábamos Billi-el-niño- hasta dejarme piernas, culo y espalda como la bandera de las barras rojiblancas. Las estrellas nunca las percibí. ¡Corre!, me gritaban. Pero yo creí que mi dignidad consistía en lo contrario, en mantener el paso sereno sin correr. Y así me fue. Y mi madre lloró una vez más, después de muchos años, por lo que ella llamaba la política. 'Si ya sabía yo que acabarías metiéndote en política! Que mira cómo acabó el abuelo...'

Pero por aquel entonces, y aunque en aquella Facultad de Filosofía se estableció el frente en el asedio de Madrid en la guerra civil, apenas si sabía de Carrillo algo más que su mera existencia con algún retazo de su historia, algún escrito en El Mundo Obrero, lejano siempre, ausente por exiliado y de fuera. Nosotros éramos los del interior, jóvenes jovencísimos que mirábamos más al porvenir por hacer que al pasado que ya no era: acabar con la dictadura, que no tanto la patria proletaria, era nuestra revolución.

Por aquel entonces Santiago apareció de pronto, presente en aquella mañana fría de pegada de carteles a cuerpo descubierto pidiendo su libertad en el barrio de Argüelles y en aquella tardenoche de la manifestación -¡cuántos éramos!- y el miedo contenido de la Puerta de Sol a Callao y la Gran Vía -la bocacha del fusil con el bote de humo apuntándonos directamente a P. y a mi, la puerta del cine cerrada por dentro para impedirnos entrar- y ya siempre después hasta quedarse. Hasta ayer, cuando todo volvía a empezar.

Santiago. Resistencia y guerra frente al fascismo. Reconciliación nacional. Lucha por la recuperación de la democracia. Ruptura, aunque pactada. Monarquía democrática antes que República sin democracia. Entereza ante el golpista y dignidad. Derrota amarguísima la del 82. Dispersión. Lucidez siempre. Ironía.

Santiago. Un hombre que nunca perdió la cabeza. Casi un siglo, de España y de la clase obrera.

Muere un periodista, y nace un periódico: eldiario.es. Y hoy N., mi único tío, tiene cita con la vida. La vida que, pese a todo, sigue.

1 comentario:

  1. He fumado mi vida y del incendio
    sorpresivo quedan
    en mi memoria las ridículas colillas:
    seres que no me vieron, mujeres como vaho,
    humo en las bocas, y silencio
    por doquier, como un sudario
    para lo que no quise ser, y fue
    como vapor o estela sobre las olas ociosas, niños con marinera
    que en la escuela aprendieron el Error.
    No había nadie en aquel pozo, estaba
    vacía la cárcel, pienso cuando
    abriendo al fin la puerta, y descorriendo
    por fin el cerrojo que me unía
    inútilmente a las águilas, y me hacía
    amar las islas y adorar la nada,
    descubro banal, y sonriéndome, la luz.

    Leopoldo Maria Panero " The End"

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