lunes, 3 de septiembre de 2012

emilín

Recolocando vida y recuerdos, el encuentro con retazos del pasado que me reafirman en que la memoria es esencialmente reposo que se reaviva con lo que que deja huella, sobre todo con lo que permanece escrito. Dos textos. Uno, que queda sólo para mi, escrito en un posit al que le falta un trocito (y con él, el nombre de la persona -tan querida- que lo escribió). El otro, que aquí transcribo para que no se pierda definitivamente, impreso en un viejo cartel que las muchas idas y venidas han terminado por arruinar del todo.
El cartel anunciaba una exposición -dibujos, pinturas y volúmenes- de Emilio Zaldívar en el Museo Fray Juan Cobo de Alcázar de San Juan. La exposición, que ya no recuerdo si formaba parte de la programación de la Feria, arrancaba el 3 de septiembre. En el año de 1983.


Emilio apareció, blanco de lino, un mediodía de otoño. Y hemos paseado juntos desde entonces -él con su baúl de luz y de palabras siempre a cuestas- robándole a París en abril su luz escasa, o encogidos de futura añoranza -'el corazón brillándonos en los ojos´- por la canción de una tarde fronteriza, o muertos de celos y de envidia por Enardo al calor de junio...

Y luego, Emilio, sempiterno narciso, heráclito menudo -Emilín-, atrapa el color y esculpe los paseos en tela, aunque, a buen seguro, inacabados. Y hay que perdonarle su osadía, que refleja en la inocente seriedad de sus mil caras (personajes sin cuerpo, máscaras con vida) y en la rotunda timidez de sus figuras.

Y le queremos por eso, por desbordar su asombro en la quebradiza geometría de sus formas últimas, geometría que nunca sabrá ser racionalista, y por la mixtura del cuadro con el hombre, y por esa madurez suya entreverada de humor y simpatía. Por haber sabido rebosar desde sí mismo ese caudal de amor sereno que se remansa en lienzo sin que acierte a borrar del todo una pequeña, inquietante, punzada de tristeza.

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