sábado, 5 de mayo de 2012

aguaceros

Aguaceros. Los que me dice M. que caen sobre Madrid cuando lo llamo para corroborar lo que por azar acababa yo de descubrir (¿por azar?, ¿seguro?). La foto de portada de esas Cenizas en los labios que leo y releo desde que J. me lo regaló y me lo trajo, incapaz sin embargo de memorizar uno solo de sus versos,  me ha llevado a pensar si su autor, amigo de unas cuantas y nobles batallas, no sería el hijo de la poeta (¿o poetisa?). Eduardo, sí, el hijo de Angelina. Es insondable el mundo, y lo es la vida.
La vida, que no es sino el entretejerse del ayer y del mañana, de la memoria y el deseo, y en la que todo azar acaba revelándose necesidad. O toda necesidad azarosa. O casi toda.

Se cruzan y se mezclan, se atraen a veces mientras que en otras se repelen y alejan, tiempos y lugares, recuerdos, afanes, lecturas, gustos, emociones, hechos y personas, ensueños, metas, amores, certezas y desengaños, afirmaciones y dudas. Se acrecen, o menguan, afectos y amistades, y se borran otras hasta parecer no haberlo sido nunca. Así en la vida como en la escritura.

Y el olvido, esa sombra en la que se refugia la memoria, que redime y salva. Como la verdad. O como el silencio, entero a veces y a veces roto como los abrazos. Como la voluntad de recuerdo y de disposición permanente, tal que una ofrenda. Aquella frase de Vicent, recurrente, casi un programa, que venía a decir que la memoria, y el amor con ella, son capaces de alargarse más allá del tiempo, hasta después del fin del mundo.

Hasta el azar me llevaron las palabras de ayer de Enrique Urbizu, que define su película como un policíaco sobre el azar. El que hace que un Coronado solo sea capaz de salvar el mundo. Un mundo donde los malvados no han de encontrar tregua ni paz.

Mañana sabremos qué dirección habrá tomado la voluntad de millones de electores. Una decisión que hoy es sólo probabilidad, acaso, y que tal vez cambie los rumbos de la política en Francia y en Grecia, en Serbia, y en Italia también, con elecciones en casi mil de sus ayuntamientos. Tal vez otra Europa.
Aunque la lista de los malvados sea larga, y esté por hacerse. Aunque ya sepamos que un hombre solo no puede -nunca ha podido- cambiar el mundo.

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