viernes, 15 de julio de 2011

de alianzas y arcoiris

Aunque se lo oí decir al amigo que tanto luchó y al que tanto respeté -al final de la escapada murió con la dignidad con que vivió-, me cuesta creer que sea cierto, por más que lo repitamos, que la muerte es parte de la vida.
Pocas personas, salvo uno mismo, son necesarias para morir. Tanto, que puede que la muerte sea el único acontecimiento auténticamente solitario: uno (se) muere a solas, solo consigo mismo. Incluso aunque la muerte, al llegar, tenga esos mismos ojos, los tuyos, que resultarán ya entonces completamente ajenos, no importa si del color de los mios.
Para morir, pocas personas: basta con una sola, sujeto y objeto, reflexivo perfecto siempre en presente (me muero, me estoy muriendo). Pero no para desaparecer de entre los vivos. Para ese menester son necesarias más, aun si la despedida es discreta y poco nutrida la nómina de los presentes en el adiós último y final de cuerpo presente.
Lo comprobé el lunes, despidiendo a Luis Alfredo Béjar en el cementerio de su Toledo. Compañeros de varia procedencia, algunos colegas, familia, amigos -de antes, y de después- y ausencia total de autoridades. Imagino que a su gusto, sobre todo lo de las autoridades.
Allí, en el silencio solemne de un acto sin palabras, fue precisa la concurrencia de hasta seis operarios municipales para dar por concluído el recorrido por la vida del que fuera -lo señalan todas las referencias escritas sobre su fallecimiento- político, profesor y novelista. Seis trabajadores para dar cuenta del ritual del enterramiento y la colocación de nuevo en su sitio -palancas y polea- de la pesada losa que cubre su sepultura.
Y allí, en las frases que intercambiaron durante la larga operación y como ajenos a la tristeza, el dolor o el simple respeto de la concurrencia (es su rutina),  la vida se hizo un hueco entre la muerte. El cemento, el ladrillo, la paleta, los tacos de madera, los avisos de cuidado, no tires tanto, el pedido de sólo medio cubo, la mancha creciente de sudor en la camisa abierta del que parece ser el encargado. Era la vida, que allí, mezclada con la muerte, asemejaba una representación, un retablo, sus actores albañiles y peones encargados de administrar los momentos finales del pasar por este mundo.
Por allí estaban, en ese día de fin de etapa y ciclo -tan distinto, claro- también para mi, callados como yo y en silencio, amigos a los que tardaré en volver a ver. Los Antonios, Julio y Juanjo, Chema y Chule,  también María, y Ana. Y Ángel F., generoso hasta el final y humano.
Por un momento, sólo por un momento, me vino a la cabeza el pasado en forma de política. Y asocié al momento aquella vieja -y feliz- consigna y definición que nos reclamó a tantos de la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura. Añoranzas, cosas de la edad, deformación.
Ocasión -¡ojalá y sí!- para la ironía de Luis.

Por sorpresa, como suceden muchas de las cosas importantes, y sin esperarlo, noche de ópera en el Real. De manga corta y pantalón usado, intacta la emoción ingenua y el panteísmo de Tosca, y su lamento con resonancias del canto de Job el paciente... ¿y por qué yo?. Romanticismo en estado puro y amores que hacen brillar las estrellas. Y, siempre, la pasión de la música.
A la salida, el encuentro y el consejo amable de Gregorio M. sobre la bondad y la oportunidad de poner distancia. Ante lo que se avecina, dice. Como si no estuviera ya aquí.
Más azar: ayer Luis, y hoy Gregorio. Los que saben, ya sabrán el porqué de mi decir.
Y a la salida, el grupo de amigas y de amigos de mi hermano M., con Javier como testigo de coherencia y Teresa, que tiene el acierto de confundir -y confundirse- la dedicatoria (gracias). Que Marcelita cumple 25 y su madre quiere que los celebremos juntos: será en La buena vida, donde los Trueba juntan libros y vino de La Mancha.
Mi regalo, que lo fue de todos, O.H., un poeta sin miedo. Chileno, como M.
Y después, un paseo en la noche de Madrid. ¿Cuántos años después?

Hoy he recordado que existe también la alegría de lo inmaterial. Acordándome, y sin precisar muy bien dónde ni cuándo, aunque hace bien poco, de un inmenso arcoiris que apareció nítido y enorme y duplicado. El señor del arcoiris, así me llamó B. por un tiempo. Fue quizás uno de los mejores regalos que hice, gracias a que ella me lo descubrió. Regalar la magia de producir arcoiris a voluntad.
Ayer tarde, haciendo limpieza de papeles y recuerdos, encontré los restos de una bolsa de esa tienda-libería-café de Bruselas que tanto me gustó, donde los vendían. Se había, efectivamente, biodegradado en un número casi infinito de pequeñísimos fragmentos que se pegaron con firmeza en mis manos y en mis brazos.
Será la fuerza del arcoiris en una ciudad de la que está ausente, a pesar de todas las apariencias, la tristeza. Porque no es triste... 

Me preguntan por la declaración de Marian. Y les digo que se dice en Robin y Marian, la película -maravillosa- de R. Lester.  
'I love you. More than all you know. I love you more than children. More than fields I've planted with my hands. I love you more than morning prayers or peace or food to eat. I love you more than sunlight, more than flesh or joy, or one more day. I love you... more than God.'
Audrey H., Marian, le habla así a Sean C., Robin. La misma Audrey que vivió unas vacaciones en Roma, la que ha vivido y vive en otros sueños más cercanos de los jóvenes de hoy.

1 comentario:

  1. "Te amo más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana, más que a la paz, más que a la alegría, más que al amor, más que a la vida entera. Te amo más que a Dios".
    Lady Marian

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