domingo, 19 de diciembre de 2010

para vivir

Leo, y se la tomo en préstamo, la lúcida (y amorosa) reflexión sobre la libertad que escribe una amiga muy querida, y que no me atrevo a reproducir aquí en su literal sin que medie, al menos, su consentimiento.
Y me da que pensar, y me enredo -además de en la emoción- en una reflexión sobre el ser o no ser de la libertad que tiene una capacidad -la reflexión, digo- de seducción y de rechazo casi por igual.

Pensar -con esa parte del pensamiento que nos depara mucho más que una apropiación abstracta y fría y lejana- que somos uno con el mundo, luego sujetos al orden imperturbable que marca el ritmo pausado y regular con que se suceden, por ejemplo, las estaciones (tal así que -inexorable- la primavera avanza la tibieza a la que sucumbe el invierno para abrir paso a la luz restallante del verano, anticipo a su vez del declinar perpetuo del otoño), o el ritmo pausado y regular con el que el día desplaza lentamente y con suavidad a la noche para que ésta vaya más tarde apagando con delicadeza los últimos destellos de luz y así  ganar oscuridad y misterio e invitación al sueño y al deseo. O el ritmo constante y regular con el que se produce el prodigio del lento refluir de las mareas, ese vaivén que dice de la vida inagotable del mar, de los mares infinitos.

Un pensar que seduce y se reafirma en que ésa es la marca única de la libertad auténtica. La del no ser sino necesidad, aceptación gozosa del ser lo que se es, del hoy que es reiteración del ayer que fue, idéntico ya al mañana que todavía no es. Orden, sucesión, armonía, cosmos. Necesidad, ley.

No es libre quien quiere lo que no es ni puede ser, sino aquel que sabe por qué es lo que es y conoce así que sólo cabe que así sea. No está en la voluntad el ser del libre, sino en el conocimiento. Y no es posible aquí la rebeldía, ni el deseo: libertad es aceptación consciente, y gozo, del orden inmutable del mundo y del yo. (Y de ahí el vértigo, y el rechazo)

Un hilo tenue a la par que firme une el asombro de los primeros presocráticos con el sueño de ese Hegel para quien (sólo) lo real es racional -y viceversa- en ese cielo particular donde se encuentran, inescindibles, el ser y el deber ser: asombro y sueño bajo la impertérrita vigilancia de Parménides.
En ese hilo no ha lugar para el azar, la sorpresa o el milagro, manifestaciones éstas que son causa de  aberración y escándalo: lo que es y ocurre necesariamente tiene que ser -es muss sein- y no cabe dar la razón al que, como Sisa, proclama en su canto que qualsevol nit pot sortir el sol, o a las doctrinas que predican la muerte del dios o la conversión del agua en vino, por más que agasajo nupcial.
Tampoco tienen sitio ahí la poesía y el poeta, expulsados de la polis junto al loco y el profeta. En ese hilo, libertad es sólo, y sólo puede ser, total y absoluta dependencia. Donde no hay -ni habrá- más emociones que aquellas que estén de ser.

De ser así -seducción y rechazo del pensamiento- tiene razón, toda la razón, mi buena amiga: la libertad, a la manera en que la entendemos los mortales, es un estado de ánimo (mental, dice ella) transitorio y efímero, fugaz, que nos alcanza la ilusión de que no existen ni dependencia ni necesidad, rotas sus cadenas.
De no ser (o no ser así), tampoco importa: se puede sentir, y es -además- hermoso.

Razón y sentimiento, viejos aliados que viven de la apariencia de una confrontación sin fin. Y es que, acaso, también el sentimiento y las emociones, la belleza y el consuelo -la ética y la estética- sean medicinas necesarias para el alma, tanto como la aceptación no resignada de que somos uno y lo mismo que el terco sucederse del día y de la noche bajo la atenta mirada de esos astros que tiritan, azules, a lo lejos. O el del mar yendo a morir, y a revivir, en la orilla de esa playa al ritmo exacto y regular de la marea, azul también la luz del faro en el recuerdo y dulce la noche en la caleta. El mismo, diría yo, que el del corazón que bombea amor y vida -regular y exacto cada latido- y el respirar el aire que exigimos trece veces por minuto.

Para vivir. Para estar vivos.
Y dar, si es preciso, las gracias a la vida.

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