viernes, 24 de diciembre de 2010

de amor y muerte

El destino de los libros es siempre incierto. A veces los buscas, y cuando aparecen es posible que una mano más diligente se adelante y los rescate del estante horizontal donde esperan, que así me sucedió un día ya lejano, mañana de domingo en la madrileña Cuesta de Moyano: la mano diligente, la de Charo López, que hasta agradecí la pérdida sólo por esa sonrisa suya como de disculpa. A veces se pierden, y se encuentran donde menos esperas. Otras, sencillamente, no aparecen. O se quedan para siempre, ayunos de papel y lectura, en el limbo virtual de los archivos electrónicos que no se dejan abrir, puede que definitivamente perdidos.
De los que quiero hablar a punto estaban de ser desechados. Instituciones de muy variado empeño, y entre ellas las Universidades, se desprenden -no sé si de tarde en tarde, o si a menudo- de libros en papel y los tiran, en estos tiempos en que el espacio, el continente, cobra y tiene más valor incluso que aquello que puede albergar, depreciado su contenido, cualquiera que éste sea.
Ha sido esta vez la mano diligente y sabia de mi P., que paseó conmigo otro domingo de verano el mercadillo gaditano de libros y cachivaches en busca de los nuevos poetas andaluces, la que ha dirigido hacia mis manos dos libros cuyo destino era el contenedor de la basura de la Universidad londinense en la que trabaja, cuyo nombre (por meridiano) no viene al caso. Son dos ejemplares de la revista Litoral, uno dedicado a la Poesía arábigo andaluza (nº 139, 140, 141) y, el otro, una Antología de la joven poesía andaluza (nº 118, 119, 120). Dos regalos, dos sorpresas.

La última, de 1982, es una selección hecha por Antonio Jiménez Millán, Álvaro Salvador y Juvenal Soto de jóvenes, entonces, poetas andaluces. Que ha llamado mi atención, además de por la forma azarosa de su encuentro, por la presencia en ella de Javier Egea, un año antes de que apareciera su manifiesto por La otra sentimentalidad, y muchos antes de que decidiera poner fin a su vida.
Pronto aparecerá su Poesía completa, que así lo tiene anunciado Manuel Rico en su blog.
En los dos poemas que figuran en la Antología del 82, 19 de mayo y Troppo mare (anticipo de lo que sería libro espléndido) no aparecen con nitidez -aunque se avisan- esa lúcida, e infinita, tristeza y la desolación de las que nos habla Rico, pero sí los ecos del amor y de la muerte. Ecos presentes, ambos, por otra parte, en toda poesía.
Pena, con todo, que salte del verso a la historia esa pulsión de muerte que acaba con la propia vida y con todo amor posible. Quiero por eso, y por el azar que los ha traído hasta mi casa, dejar para su recuerdo, ahora que el año declina, estos viejos versos, siempre nuevos, de un poeta andaluz y joven. El poeta más brillante de Granada desde García Lorca, al decir de quienes mejor conocen su obra.

Troppo mare

(y IV)

Es así que otras aguas se presienten
azules, más allá, volviendo el Cabo,
y en los acantilados amanecen
palomas y zureos,
sirenas nuevas,
que desde el farallón de la esperanza
pueblan el aire.
Sobre el puente los hombres aparejan.
De espaldas a la Isleta
promete el horizonte con la luz
lisas y pargos.

Pero es tarde en la orilla. Los escollos
amurallan los últimos deseos
y es tarde en la Bahía para el que yace y sueña,
para el que se quedó del lado de la piedra.

Aquí, de tanto mar, de tanto cielo,
tanta espalda alejándose,
se han extraviado los ojos y las manos
y sólo huele a pueblo vacío con el alba,
a ruïnas de arena,
a luz deshabitada.

La Nube permanece. Las palabras
sobran ahora que el dolor levita,
orza a estribor y pasa.
Es tarde y en tu espalda florecen los pañuelos.

Es así que el amor, el viejo amor,
el pobre amor tan viejo, tan torpe, tan cansado,
mira hacia el mar, entorna los postigos
y se tiende y reposa.

(Javier Egea)

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