sábado, 14 de agosto de 2010

una flor en la mancha

Dicen las crónicas, ahora rescatadas, que la primera actuación de una Banda de Música de cuyo nombre la historia no quiso acordarse tuvo como motivo, a fin de que tenga mayor solemnidad tan fausto suceso, la proclamación como tal Rey de España de D. Alfonso de Borbón y Borbón por los individuos que constituyen este Ayuntamiento de la villa de La Puebla de Almoradiel, que asi lo acuerdan, por unanimidad, los tales individuos en sesión celebrada el primero de enero de mil ochocientos setenta y cinco con el fin de aderirse al movimiento secundado por las tropas del egército.
Y que no será hasta 1935 cuando se ponga de estreno La Flor de la Mancha, desde entonces la más clara y precisa seña de identidad de esa villa. Fue un 14 de abril, Domingo de Ramos.
Hay una fotografía del mes de septiembre de ese mismo año en la que aparecen ya dos hermanos de mi padre. Que cuando tuvo edad también ingresó en la Banda, recién incorporado a la dirección el que fue y será siempre el maestro de la música, Francisco Martínez 'Córdoba'.
Autodidacta, con ese talento asombroso para la música que define a toda una gran familia -una auténtica saga manchega-, zapatero de oficio con el que ganarse el pan, enérgico de genio y afable en su expresión, culto, republicano y de izquierdas, acabó -como tantos como él, y con él su mujer- en la cárcel y, al salir de la cárcel, en el destierro.
No quise ayer hablar, por prudencia y por respeto al autor, de la memoria de esos años en el acto de presentación del libro que da cuenta de la historia de la Banda. De cuando iglesias y monasterios trocaron su condición de lugar de asilo y refugio en espacios para la reclusión y la tortura, y se hicieron cárceles. Así, la de Quintanar de la Orden (Pedro, Críspulo, Gumersindo), o el monasterio de Uclés, donde Paco estuvo preso hasta finales de 1943. Su único delito, la fidelidad a sus ideas.
Sí hable, como de paso, de la pena de destierro. La más terrible, aprendí más tarde, para los griegos, que niega tu identidad. La que le impuso el odio de los defensores de la patria, condenado de por vida a vivir lejos de su patria, de su tierra y de los suyos. Una pena que fue para todos los mios, y para mi pueblo, una bendición: la de contarle entre los nuestros, a él y a sus hijos y después a sus nietos y a sus nietas, hoy habitantes del mundo y de todas las patrias. Para mí, el honor y el orgullo de haberlo tenido como padre de pila, que así se llamaba a los padrinos de bautismo. Aunque yo le diera el disgusto de nacer un día antes de Santa Cecilia, patrona de la música y de los músicos, y no tener así por nombre el de la santa, y él me regalara con su tacto exquisito el no ejercer su compromiso de padrino sino con el regalo permanente de su afecto y de esos zapatos hechos con sus manos a la medida de mis pies en crecimiento, que no el de ninguna doctrina.
Será por esas cosas, que pocos conocían, por lo que me invitaron a decir unas palabras en la presentación del libro 'La Flor de La Mancha', una Banda con Historia, de Alberto Pérez, músico él e hijo de músicos, que forma parte ya de ese empeño fértil de recuperación y extensión de la historia y de la memoria de mi pueblo que con tanto acierto impulsan Vicente Enrique y Teresa.
Y les hablé, como siempre -Julio y María, y Maxi, en la primera fila-, con el corazón y procurando no perder la cabeza. Conteniendo las emociones, que ya asomaron las lágrimas con el beso de Belén y el abrazo de Paquito, presentes allí, memoria de su padre y de su abuelo. Con ellos, allí aunque lejos, Gratiniano, Julián y Josué. Qué menos que darles las gracias y, siempre, el cariño que les debo.
Si es cierto que donde hay música no puede haber cosa mala, al decir de Cervantes por boca de Sancho, ese manchego audaz y quijotesco, no es menos cierto que gracias a su Flor de La Mancha la villa de La Puebla ha sido, y es, mejor pueblo. Se lo quise recordar a Judith, mujer y músico, Presidenta -¡qué gozada, una mujer y joven!- de la Banda que nos había ofrecido, moderna ella, una cita de Nietzsche celebrando la música.
Emoción y gratitud. Decir gracias era todo mi propósito. A las mujeres, las que ahora hacen música y tocan en la Banda, reserva hasta hace muy poco -y como en tantas otras actividades- de los varones. Y a las mujeres de los músicos, solas tantos días, y tantas tardes, y tantas ferias después de lavar -azulete y tinajón- y planchar aquellos uniformes de tela basta, las camisas poco obedientes al almidón. A mi madre, aunque no la menté, que siempre soñó con ir a las Fallas de Valencia y nunca ya lo hará.
Nada ha unido tanto como su Banda a una sociedad como la de mi pueblo. Compleja, dividida, reacia al reconocimiento, celosa de encontrar la falta y hacer notar la ausencia, poco dada al elogio y el agradecimiento. Ninguna empresa en la que se reconocieran todos como ésta de la música con nombre de flor y de La Mancha. Todos, a izquierdas y derechas, pobres y menos, afortunados o no, emigrados o permanentes.
Algo habría, y lo llamé pasión, para que esas decenas de jóvenes, agricultores y jornaleros casi todos, añadieran unas cuantas horas más a su ya dura jornada recién llegados del campo, de la trilla o de la siega, en largos ensayos o aprendiendo solfa antes de que les dieran instrumento. Academias, dar lección, aquel método de Hilarión Eslava. Que también yo, cómo no, acabé probando.
Pasión con recompensa. La alegría y la emoción, la solemnidad que buscaban aquellos individuos que componían el Ayuntamiento alfonsino, el calor que suavizó aquellos tiempos de frío y gris de la larga noche del franquismo, el color de los conciertos, el alborozo en las bodas, pasodoble y chachachá. Nada, en fin, que celebrar sin la Banda. Nada solemne, de importancia, lo era si allí no la Banda.
Y la amistad que se forja en unos jóvenes sin más horizonte durante décadas que el que ofrece el servicio militar obligatorio. No, los músicos sí viajaban. En un camión con motor recalentado, ochenta kilómetros toda una tarde, y hasta volcando si el surco era algo más profundo. Torrejoncillo del Rey, Huete, Huerta de Valdecarábanos, Valdilecha, Fuentelespino de Haro, El Acebrón, Fuente de Pedro Naharro son los nombres de mi primera geografía, de mis aventuras tempranas de niño aprendiz, el instrumento taponado, acompañando a mi padre. En casas de vecinos que les acogían: este año nos han echado un músico, decían orgullosos, que era así, una obligación aceptada de buen grado que imponía el Ayuntamiento del lugar, comida, posada, cama. Y amistades que se convertirían en lazos intensos y profundos.
La Flor de La Mancha, embajadora de un pequeño lugar de La Mancha de cuyo nombre se acuerdan aún las gentes de todos esos pueblos. Y los premios importantes de festivales importantes, y la contribución a causas solidarias y benéficas. Tocar en las Fallas, codo a codo con las Bandas, afamadas, de Valencia. La inmigración, más o menos forzada, y la amenaza de extinción, que vencieron no más de una docena de músicos esforzados, resistentes, muchos de ellos reincidentes.
También la tristeza, ese sentimiento tan fuerte cuando se hace común y colectivo. Feria triste, sí, aquella de 1963 en la que no salió la Banda en la procesión del Cristo (tampoco necesita en su pueblo nombre, aunque le dicen santísimo y de la salud), caras serias, preocupación de la autoridad, boicot, indignación popular. Una Banda forastera había usurpado, con la venia y la petición de la corporación municipal, su lugar natural. El de su pueblo.
Y ya los nuevos tiempos, músicos formados en la escuela municipal de música y en los conservatorios cercanos. Jóvenes, y muchas mujeres. Más y mejores instrumentos. Nuevo repertorio. Una dirección más joven. Grabaciones, cedés, concursos internacionales. Presente, aún no historia, y mucho futuro.

El libro es riguroso, bien documentado -no hay, por desgracia, muchas fuentes documentales a las que acudir-, bien estructurado. Un comienzo, le quise decir a modo de despedida al autor, a quien le estoy agradecido por su obra y por su invitación. Porque ahora podrías, le dije, dedicar un tiempo a ampliar el libro con otros enfoques, con relatos de los protagonistas, y anécdotas, con un censo de participantes. E invitarnos de nuevo dentro de, por ejemplo, diez años. Que aquí estaremos.
Durante todo el tiempo me rondó el recuerdo de los que no estaban. De dos sobre todo, jóvenes siempre en mi memoria de casi niño, Nine y El Pajarillo.
Y de palabras que entonces aprendí. Fliscorno, maracas, batuta. Y ambigú.

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