domingo, 11 de julio de 2010

oficios

De los oficios no me gustan ni el santo, ni el de tinieblas (aunque la novela de Cela no es de las peores de las suyas). Sí recordar con los mios -las gentes de mi puebla- que los hubo y fueron un modo de vida. Para producir, de consumir -bien poco-, para vivir en tiempos menos regalados.
El caso es que Teresa (mujer sensible, grande de corazón e inteligencia) se empeñó en preparar un primer -seguro que vendrán muchos más- Encuentro de oficios antiguos y artesanía popular. Y a su llamada respondieron más de trescientas personas, una docena de asociaciones populares y el entusiasmo capaz de congregar en torno al pasado a jóvenes y mayores, casadas y viudas, comprometidos y menos, pastoras que conservan la memoria de hacer queso, albañiles que guardaron las piezas de un tapial, el nieto que hace soplar el fuelle antiguo de una fragua portátil, su abuelo golpeando el yunque.
Respondió el amigo retratista, los que saben de cata de vinos, de esquilar, de hacer un buen jabón, y los que entienden de trenzar pleita y tomiza.
Acudí también, para disfrutar con Vicente Enrique, alcalde ahijado, satisfecho él y contentos los dos. Para decirles a mi modo que los quiero, y que mirar al pasado sólo se debe hacer para conocernos mejor en el presente, para valorar lo que somos, lo que tenemos. Para mirarnos y reconocernos, para saber que supimos andar hacia adelante, sortear dificultades. Y que, si queremos, nadie nos podrá quitar de nuevo el protagonismo: ese sentirnos pueblo, vestidos de modestia y orgullo.
Hubo música, la de la banda de la escuela municipal de música. Justo al lado de donde estuvo el quiosco en que La Flor de la Mancha, la mejor banda de música, alegró tantos días y devolvió ilusión y sueños.
Quise recordar oficios y, sobre todo, a las personas que los ejercieron. Me ayudó mi madre, que recordó, antes que ningún otro, el de comadrona. Y con él, a la mujer que la ayudó a nacerme. Su hijo andaba por allí, entre los concejales.
Afiladores y barberos, alfareros, pregoneros, albañiles, santeros, guarnicioneros, tejedores, molineros, carteros y zapateros, recaderos, caleros, barquilleros y herreros, costureras, lañadores, pastores, colchoneros, sacristanes, campaneros, sifoneros y curtidores, carreteros, caldereros, esquiladores, canteros, sastres (y luego, sastras), yeseros, aguadores y mieleros ('a la rica miel de la alcarria, mujeres, mirad, que la traigo dura', pregonó Pepe en su día). Recoveros, mondongueras, practicantes, retratistas, areneros, pelliqueros, parteras, matachines, cabreros, pimentoneros, menuderas, tejadores.
Les he dejado la lista, donde figuran otros dos. Uno, el de aquel hombre algo huraño, humilde y solitario, el santanero -casi un oficio, ser de mi barrio de Santa Ana- que nos vendía el paloduz, un oficio sin nombre conocido, que yo sepa. Otro, el de lucero, el oficio de nombre más bello: así llamaban los mayores al encargado de disipar las tinieblas y la oscuridad, el único hombre capaz de dar la luz.
Hoy he recordado el de yuntero. Era niño. Lo cantó Miguel Hernández.
Y también esta misma mañana han recreado una boda a la antigua. Me cuenta mi madre -aunque repite cada vez más a menudo eso de ¡qué cabeza tengo!- que los ricos se casaban algo más tarde y en el altar. Podían pagar. Los más pobres, a las ocho en punto de la mañana, y en el pórtico. Tiempos.
Mi P. y mi A. se han hecho una foto. La mía aparece en algún que otro periódico. Pero no sé muy bien cuál es mi oficio de ahora.
Seguro que no santo. Pero tampoco de tinieblas.

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