sábado, 20 de febrero de 2010

Gigüela (2)

Nací a menos de un kilómetro del Gigüela (así, con 'g', lo hemos escrito siempre), con mi abuelo Pedro (Pablo, el otro, murió demasiado pronto) aprendí a regar la 'panjía' (tomates, patatas, pimientos y algunas judías verdes) sacando del río el agua con cubos y abriendo y tapando los 'regueros' (cerca teníamos además una huerta con pozo con noria y cangilones, y muchos árboles, donde hoy no hay sombra en la que cobijarse), con él y con mi padre cogí cangrejos con reteles a los que aprendí a colocar el cebo, con mi familia me bañaba en las pozas y remansos, en el río lavábamos la lana con que llenar los colchones de las novias casaderas (y, de tarde en tarde, cuando se renovaba la lana de los colchones de casa) y era una fiesta y un ritual hermoso, y lavaban los agricultores las seras y las espuertas -más tarde también las lonas- de la vendimia, y con los amigos de la infancia viví las aventuras de coger culebras de agua y de escaparnos, con esa sensación mitad miedo, mitad emoción, en las largas siestas del verano, para bañarnos a nuestras anchas con la experiencia de libertad que suponía el no estar controlados por los adultos (y había riesgo, y ahogados alguna vez). En mi río aprendí a nadar a medias (sujetándome a un tocón seco, con un pie siempre a punto, por si acaso, y soltándome poco a poco), y lo ví crecer y desbordarse.
Mi vida de entonces no se podía entender sin el río. Era la vida misma. En no más de seis kilómetros molían el trigo no menos de seis molinos de agua que impresionaban a los muchachos: recuerdo cómo bombeaba mi corazón cada vez que pasaba justo por encima del potente y atronador chorro de agua que movía la enorme piedra de moler del molino de La Torrontera, del que se encargó durante años uno de mis tios. Las piedras de moler, por cierto, las 'fabricaban' unos artesanos italianos que luego se quedaron en la zona y echaron raíces para siempre (también fueron buenos caldereros para el ferrocarril).
Ahora ya no corre agua por el Gigüela salvo cuando su caz se utilizaba para aliviar la angustia de las Tablas de Daimiel (¡y afortunadamente!). El pueblo ya no vive con el río, ni del río. Ya no queda en pie ninguno de sus molinos. Es sólo añoranza y memoria.
Pasado, cuando a mí me gustaría tanto que fuera presente con futuro.

viernes, 19 de febrero de 2010

U-eme-dé

Cuando de casi todo hace ya treinta (o más) años, y muchos de nosotros -los de entonces- seguimos siendo los mismos. En ocasiones son también muchos, demasiados, los años que tarda en volver a amanecer. Aunque amanece, que no es poco.
Han sido demasiados los que han tenido que esperar -a algunos no les alcanzaron- los militares demócratas (sí, sencillamente demócratas) de aquella u-eme-dé que nos mantuvo a muchos en la esperanza de que no todo estaba perdido para ver oficialmente reconocida la decencia de su gesto: el de ser demócratas en un ejército nacido de la negación de la lealtad y crecido al sostén de una dictadura. No sé si con la decencia se les ha reconocido también la valentía.
Si hay oficiales, aunque clandestinos como nosotros, también -como nosotros- demócratas, es que amanecerá mañana más temprano. Así lo sentimos, así lo hablamos, así lo vivimos. No sólo nos quedaba Portugal. También aquí ese otro tipo, éste sí, de honor y de patria, por más que fuera entonces germen y simiente, minoría. Los cuarteles podían albergar sueños, y las salas de banderas aparecer más limpias.
Ha sido una mujer la que ordena el saludo a los dignos. Otro gesto, casi un símbolo. Esa Cruz Militar, ministra amiga, sí que tiene Mérito.
Con la democracia, la Unión Militar Democrática había alcanzado todos sus objetivos.
Por tantas cosas, gracias.

domingo, 14 de febrero de 2010

La carretera

Lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo. No recuerdo dónde leí esta cita. Puede que en algún libro, casi seguro, buceando en las múltiples maneras de decir(se) el amor. Pero sí que alcancé a encontrar su sentido leyendo, primero, y viendo después, hace unas semanas, La carretera (The road). Un libro inmenso, una excelente película.
Descubrí a Cormac McCarthy con la prosa seca, cortante, de Meridiano de sangre. Donde la violencia sólo se aquieta en la descripción de la inmensa, infinita llanura, cuando el paisaje es protagonista absoluto, inabarcable. Una violencia sin concesiones que se hace más urbana -que no más humana- en los pensamientos en voz alta del viejo sheriff de No es país para viejos.
Compré The road en un viaje a Dublín, allá por septiembre de 2007 en la edición de bolsillo que acababa de publicarse, y comencé su lectura con la lentitud obligada por mi escasa competencia en inglés, aislando cada palabra, cada frase, repitiéndola, haciendo más intensa su significación. Después, la traducción al castellano hizo más llevadera (y menos densa) su lectura.
Novela de la desolación, en sus páginas se sufre el frio gris de la ceniza que se enseñorea de lo que queda del mundo, y se huele el miedo animal que acompaña a la soledad desnuda. La boca se te convierte en pasta polvorienta, y en sed insaciable. No hay tregua. El miedo por doquier. Llegar a otro día, un jirón más del mapa.
Novela de amor. De un amor que hace del instinto de superviviencia un fin ético. Viaje hacia la esperanza. La salvación, si la hay, tiene nombre de chico (the boy) y está al sur, siempre al sur, por la carretera interminable. El futuro, si lo hay, es el mañana improbable de un presente incierto, no más que lucha por la vida.
Será el chico, 'portador del fuego', quien devuelva el sentido moral a los actos: 'Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca'. '¿Somos los buenos?', '¿está bien que lo cojamos nosotros?', '¿y no tendríamos que agradecérselo?'. Su caja de recuerdos, la mochila con libros y cuadernos, los lápices, esa mano que acude tímida al encuentro de la del viejo Ely ('es que no ve'), el ansia por encontrar otros niños. La aversión a la pistola.
El padre es 'el hombre'. Que se sabe puente entre el triste pesimismo radical de una madre que renuncia, terca, a vivir para la muerte ('se adentró en la oscuridad y ya no volvió') y el chico que es la esperanza del mundo. Su viaje terminal hacia la muerte encuentra su sentido en el hijo que apenas es presente, que es sólo porvenir. La esperanza. Por ella, por él, si es preciso, mata.
Un hombre que camina de la pena al insomnio convocando en vano al olvido que no llega. Durísima la escena en que para ahuyentar el fantasma de la belleza enamorada, al fin ya sólo sueño, pasado irrecuperable, arroja al abismo foto y alianza. Sabe que en los objetos se prende el alma que se resiste a ir, que no quiere tornarse ausencia definitiva. Estrategias del amor, de la presencia y del deseo.
El color, los colores, hacen de la película una historia (más) llevadera. No los hay en la novela. Sí en el cine: el color de las mantas, de la botella de cola que es regalo preciado, de la pistola que dispara bengalas, de la flecha en el muslo del hombre. El color de la luz y de las flores, del vestido de la madre en el recuerdo.
Pero no todo es estado de naturaleza. Las notas de un piano devuelven la compasión al mundo sin piedad. La compasión y la belleza. Eso que llamamos cultura.
Novela de amor. Chico y hombre, hijo y padre, son el mundo entero ('Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro').
No ven el mar del azul que dicen los libros. Pero el hombre y la mujer que van con los otros niños no se han comido a su perro. El sur está más cerca.
Se ha roto la soledad.

¿Será verdad que la primera forma de la esperanza es el miedo?
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...