sábado, 20 de junio de 2009

Hortensia y la causa de los pobres


En mi hija veo siempre el hermoso sueño del pueblo chileno y de aquel presidente íntegro que no dejó de atisbar, a las puertas de su muerte, las hermosas alamedas que se volverían a abrir para permitir el paso del hombre libre. Su presencia, la del presidente y la de su sueño, se sienten al pisar el patio de La Moneda, tan hermoso y limpio.
Pero en mi hija llevo sobre todo el recuerdo de una tarde de otoño en Copenhague en la que el frío no consiguió bajar la temperatura de los corazones que nos reunimos en torno a otra presencia, la de la entereza de dos mujeres, Hortensia Bussi y Joan Turner, esposas y ya viudas, la una de Salvador Allende y de Víctor Jara la otra. Nos congregó, tan lejos, la llamada solidaria de aquel canto que tantas veces nos conmovió y se hizo después tan nuestro: 'El pueblo, unido, jamás será vencido'.
Era el otoño de 1974, dictadura y muerte en España, muerte y dictadura en Chile. Conversé con las dos, emocionado a mis veinte años, y Joan me presentó a sus hijas. Cuando, años más tarde, nació la primera de las mías en una España en vísperas, su madre y yo le dimos por nombre el de Amanda Libertad.
Ayer me llegó la noticia de la muerte de Hortensia Bussi de Allende, Tencha. Cuando vuelva a Santiago me pararé a llorarla, como ya lo hice por Salvador y por Víctor y por Pablo, y por todos los ausentes, en esa hermosa plaza liberada. Y llevaré también claveles a su tumba.
Ahora que se me multiplica la presencia de Allende, se agrandan las de Pablo Neruda y Matilde, y hay nuevas noticias de la vida y la muerte de Víctor Jara, será mi homenaje. Y con él, el de mis hijas y el de las personas que más quiero. Románticos, sí. Y agradecidos.
Militaron todos, y todas ellas, en la causa de los pobres, la que nos recomienda como fuente José Saramago. Hay causa cuando, perdida en un rincón del diario de hoy, encuentro la noticia de que llega a mil veinte millones el número de personas que pasan hambre todos los días. Una de cada seis en este mundo incapaz de globalizar el bienestar, la felicidad. Cien millones más que hace sólo un año, porque se ha hecho más difícil el acceso de los pobres a los alimentos más básicos.
Hay causa. Es, si no existiera ese reparto desigual que afecta por igual al hambre y a la riqueza, como si trescientas cuarenta mil personas no tuvieran qué comer en Castilla-La Mancha. O cinco mil tan sólo en Alcázar.
¿Para cuándo la garantía de ese derecho humano tan básico como el de no pasar, ni morir de, hambre?. Mientras, aquí en España la jerarquía de la Iglesia católica anda empeñada en ocupar el puesto del legislador -sin pasar por las urnas, faltaría más- para castigar a todos los que no repudien ni condenen el aborto. Y en el Senado la derecha propone reducir los impuestos que gravan la compra de yates. Para atajar la crisis económica, dicen.
Gracias, Hortensia, por tu vida y por tu dignidad.

lunes, 15 de junio de 2009

laicidad, democracia, ciudadanía

Uno. La igualdad de los ciudadanos ante la ley y ante los poderes públicos que vienen obligados a respetarla y a cumplirla es condición misma de la democracia. Y los poderes públicos de la democracia deben ser, a su vez, y para preservar esa igualdad, escrupulosamente neutrales (no confundir con indiferentes) respecto de las ideologías o las creencias que los ciudadanos tengan o profesen (o no tengan o no profesen). Porque esa neutralidad es, a la par que garantía de la igualdad, condición del respeto a la dignidad de aquéllos (que nacen, no lo olvidemos, 'iguales en dignidad' y en derechos). Un respeto que legitima a los poderes públicos mismos.
Neutralidad y respeto son otros tantos nombres de la laicidad. Y una democracia sólo puede ser, estrictamente hablando, laica. O no lo es.

Dos. La mirada que se siente única aspira a totalizar el mundo. Y, por lo tanto, a excluir cualquiera otra de las miradas posibles (imposibles, stricto sensu, desde la que se legitima tan sólo pensándose a sí misma porque nunca podría pensarse en relación a otra que, por definición, no cabe). Como mucho, se avendría a considerar a las no idénticas a ella misma, a las no redundantes -pura tautología- pero parejas, meras aproximaciones, atisbos, manifestaciones imperfectas de la sola verdad que ella en su soledad representa y agota.
Una mirada así es negación totalitaria de la democracia, que es igualdad y respeto, y pluralidad. La democracia no es compatible con la mirada única y totalizante, totalitaria, que acaba destruyéndola. O la democracia alberga la pluralidad y la acoge y la sostiene y la fecunda, o, sencillamente, no es.
Democracia e integrismo son términos (y realidades) necesariamente excluyentes entre sí. Más cuando éste aspira -de no hacerlo, dejaría de ser- a definir y marcar, desde su parcialidad, las reglas mismas del quehacer de la ciudadanía toda en sus rasgos más relevantes: qué debo pensar, cómo puedo morir, quién con mi cuerpo, con quién(es) mis afectos, qué con los otros, cuál mi palabra.
La democracia que se ancla en la pluralidad como identidad sólo es si es laica. Es decir, si se abre a todas las miradas sin que ninguna pueda reclamarse como la única (ni siquiera si se quiere 'la más'). Y sólo si se reconoce como democracia en valores que son historia y cultura y hechura humanas sujetas al tiempo y a la imperfección -y nunca naturaleza y eternidad y dogma- se hace digna del nombre que la define, el de 'democracia'.

Tres. Ciudadanos, y no súbditos. Ciudadanos, y no grey. En democracia sólo el ciudadano, la ciudadana, es sujeto, actor, en su relación con la ley, con los poderes que de él, de ella, como pueblo emanan. No puede ser otra su condición.
Y la condición misma de ciudadanía es la autonomía. Se es ciudadano cuando uno se da a sí mismo, en diálogo con los otros más próximos (con el prójimo) y de acuerdo con la norma convenida (nunca impuesta por, nunca sobre-venida), las reglas de su actuar social en que la ética deviene política y el yo da paso al nosotros.
El ciudadano en su ser político no puede admitir alguien 'por sobre', que por definición no sería ya ciudadano y quedaría, pues, fuera o más allá/más acá de la polis. Lo dijo Aristóteles: o más que hombres, o menos, tales los dioses y las bestias. Pero ni unos ni otras están llamados al sagrado ejercicio del voto (tan terrenal, tan otro y distinto a los otros votos) ni se avendrían a contrastar sus razones (sus 'lógoi') con otros en la plaza pública, ágora o foro o parlamento.
Un ciudadano no admite un otro que no sea (su) igual. Porque un ciudadano no puede ser más (ciudadano) ni menos ciudadano que otro. En una mirada que es agregación, síntesis, acuerdo, consenso, convención, construcción a partir de muchas.
Por eso, a los ojos atentos, casi panoptikón, de los poderes públicos de una democracia amable iguales han de ser los ciudadanos sea cual sea su credo religioso. Incluso aquellos que no tengan -que así lo han querido- ninguno. Esos ojos que sí ven sólo pueden ser, para que así pueda ser, unos ojos laicos.
Laicos, luego neutrales. Laicos, luego respetuosos.
Laicos, luego de todos (y todas).

sábado, 13 de junio de 2009

abstención, democracia, ciudadanía

Tengo para mí que la abstención es una dejación de la libertad, una renuncia, siquiera sea -o afortunadamente lo sea siempre así- momentánea.
Si el fundamento mismo de la democracia son los sujetos entendidos como actores en su c(u)alidad de ciudadanos, y el ejercicio del voto es un momento y una acción fundante de esa democracia, cabría pensar en la abstención como un ejercicio de esa libertad que la democracia permite y en la que se sustenta. 'Puedo, efectivamente, votar o no votar: esa es mi elección', dirá el abstencionista.
Pero podríamos pensar, con tanta razón al menos, que en el momento del voto, y sólo en ese momento (salvo que nos enredemos en teorías esencialistas), un ciudadano es formalmente igual a otro: vale no por lo que tiene sino por lo que es. O, dicho de otra manera, tiene lo mismo que el otro: su voto, un solo voto. Su elección, junto a otras muchas, decide. Y dejar de decidir es, realmente, abstenerse del ejercicio de su ciudadanía en el momento en que se perfecciona de manera más rotunda e igualitaria: del ejercicio, pues, de su libertad.
No digo con esto nada contra las personas que dejan de expresar su decisión en cualquier elección, no. Sí contra quienes juegan a la 'normalización' de la abstención, a quienes han visto 'razonable, dada -dicen- la naturaleza de estos últimos comicios, que menos de la mitad de los ciudadanos con derecho a voto hayan ido a revalidar su ser ciudadano.
Y de la misma manera que a las izquierdas, a sus candidatos y candidatas, a sus representantes en general, se les exige más honestidad, más transparencia, más dedicación, más limpieza (y menos mal, pues si se les exige es porque se les supone), las organizacciones políticas y sociales de la izquierda deberíamos exigir de la ciudadanía progresista el ejercicio de su libertad. Decirles bien claro que la libertad es aquí obligación irrenunciable: 'obligados a ser libres', como recordaban aquellos primeros existencialistas. Y, en correspondencia, considerar a todos los ciudadanos, kantianamente, nunca medios para, sino fines en sí mismos, personas plenas de dignidad y de respeto, emancipadas, adultas. Sí, así,y deberían saberlo los estrategas de todas las campañas. Para sacudirnos, amigo Enrique, de la esclavitud de la demoscopia.
He leído, entre otros muchos análisis, unas reflexiones que se atribuyen a Saramago en la que invita a las izquierdas a recuperara sus fuentes de siempre. Y cita entre esas fuentes a 'los pobres, los necesitados y los soñadores'.
No es mal consejo. ¿A qué esperamos?.

lunes, 8 de junio de 2009

la genealogía del odio

Ya está. Hemos votado, y los votos se han contado. Gana el PP y de inmediato se oyen en Génova los gritos de 'Zapatero, dimisión' entreverados de alusiones a una supuesta 'nueva mayoría' y a una siempre buscada 'nueva fase política'.
Malos tiempos para Europa, éstos de neonacionalismo y marcha atrás, de fuerzas nuevas de las derechas de todo tipo. Reto importante el de la presidencia española en los seis primeros meses de 2010, que los discursos del señor Mayor y del señor Rajoy han comenzado a socavar.
He mirado los resultados, bien que aprisa, de provincias, pueblos y ciudades de mi región. Es pronto para un comentario sosegado, pero sería tarde si no nos empezáramos a preocupar desde mañana mismo. Para no equivocarnos de elecciones, para no equivocarnos tampoco de objetivos y de esfuerzos.
Pero lo que me ha traído todo el día de cabeza (además de no haber podido pasear la feria del libro madrileña y saludar allí a don Tomás Segovia) es no poder comprender de dónde viene y cómo se forja el odio, en no saber de su genealogía para intentar desmontarla cuando ocurre. Y ayer me ocurrió curioseando en las nuevas de una de las llamadas 'redes sociales'. Os cuento.
Viendo los comentarios acerca de un video puesto allí por el PSOE me llamaron la atención los de un usuario que se presenta con foto y nombre de mujer y escribe en catalán, con mayúsculas y reforzadas con signos de admiración, frases despectivas -con alguna escatológica dirigida a medio mundo- e insultantes que (iluso como soy) no me cuadraban ni con la dulce expresión de la foto ni con la condición de mujer y catalana con que se presentaba el sujeto.
Como que no quiero contribuir a la letanía de respuestas que se iban sucediendo en la red -todas ellas respetuosas, es verdad- pienso que reflexionar con su autor(a) fuera de esa escena pública podría contribuir a ese diálogo que está en el origen y la base de la política, de la polis. Dicho, y hecho. Y se sucede el diálogo que transcribo en su literalidad:

"11:47
Tolerància.
He visto, Laura, tus comentarios sobre un video del PSOE. No he querido comentarlos públicamente, pero sí mandarte un mensaje privado porque me apena que una mujer joven, y catalana, tenga tanto odio, tabto desprecio y tan poca tolerancia.
Soy un 'español' que aprendió a leer, escribir y hablar catalán, voluntariamente, a finales de los 60, y que desde hace esos mismos años ama, defiende, disfruta, con el catalán, lo catalán, los catalanes y las catalanas.
Mi último libro de poesía es de Joan Margarit. Y mi voto, de izquierda.


17:23
calla rata xarnega!!!!

19:56
No creo que nuestras vidas se crucen nunca, pero qué pena me das, 'Martínez'. Nunca una persona que se considere tal puede llamar 'rata' a otra.
Que la vida te trate bien, no como te mereces.
I visca Catalunya!

22:47
si si, ara crida: "visca catalunya" per complaure' m
au va, que se' t veu el pél
ets una puta rata xarnega sociata, q abans defensaria ejpaña que no catalunya
"

Hasta aquí el 'diálogo' y el intento, iluso de mí y torpón, de hacer reflexionar y llamar a la tolerancia. Conseguí, eso sí, añadir un par de epítetos más a la salutación inicial de nuestro interlocutor (que se decía 'Martínez' de segundo apellido) y que, por poco originales, no necesitan traducción.
¿Por qué, entonces, me ha rondado el episodio durante todo el día?. Porque no puedo entender que una persona pueda odiar así, además de equivocarse creyendo que trataba de complacerla y creyéndome, por tanto, débil ante sus insultos. Porque no entiendo de dónde nace ese odio.
Porque le he dado vueltas a unas cuantas preguntas: ¿Sigue mereciendo esta persona que, como me enseñó Kant, la considere un fin en sí mismo y nunca un medio?, ¿sigue siendo portadora de dignidad quien me la niega a mí, a su 'prójimo', a su igual?.
¿O no es ese 'nacionalismo' irracional por el que supura sino una más de las caras con que se envuelve el racismo, una restallante xenofobia?.
¿Acaso no tiene que ver todo esto con lo que ocurre en esta larga tarea de hacer Europa con otros valores?
Una consideración final. No ha menguado mi admiración por Catalunya ni por la lengua catalana y su cultura. Ni, sobre todo, por tantos amigos y amigas de allí que son para mi ejemplo de tolerancia y de respeto. A tots i a totes, la meva estima.
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